PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




Mostrando entradas con la etiqueta magia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta magia. Mostrar todas las entradas

martes, 10 de agosto de 2021

"AMANDA", NUEVA NOVELA EN EDICIÓN (II)

 

Volvemos hoy a jugar con la intriga. Para ello, hablaremos nuevamente de sitios reales que, en Amanda, se dibujan cual micro-universos. En esta ocasión, haremos referencia a ciertos rincones o espacios mágicos; el primero de ellos carga con la magia de la Naturaleza: custodiada por el río Sil, la aldea de A Cubela esconde un misterio al que Luis se enfrentará sin comprender, ni siquiera, su propia existencia.

A Cubela, Galicia

Pero no es todo: dentro de este rincón hay otro; es decir, una casa. O, mejor dicho, LA CASA... donde la imaginación desentierra sus raíces para lanzarse al vuelo. Una casa real, quién sabe si alguna vez habitada por los personajes de esta novela.


LA CASA...

Luego, al viajar a la gran ciudad, anclamos en otro micro-universo. Una vez allí, hallamos otro rincón en el que brillan, no ya las estrellas del cielo (que también estas brillan), sino aquellas del firmamento musical y del gran espectáculo; un rincón en el que hay un piano de cola y... 

Rincón del piano 
(Restaurante Monseigneur, La Habana)


Sí, la historia de Amanda nos habla de ritmos y luces distantes, pero insospechadamente coexistentes. A fin de cuentas, no hay río sin música, no hay misterio sin escenario... Y no hay Amanda sin mitos y leyendas. Nada es casual.

Para vosotros, próximamente, Amanda.  
 
 

©Rosa Marina González-Quevedo

jueves, 4 de diciembre de 2014

La supervivencia.




       


Por Astarté.
León, España.

Era aquél un sendero de arena por donde se arrastraba una babosa, una de ésas que a menudo encontramos pegadas a un muro. De cómo el animalito había llegado hasta aquella vereda de playa, bueno, éste es un misterio como tantos otros. Lo cierto es que estaba allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. Extraño. Sí. Demasiado raro como para no buscarle explicaciones, por absurdas que éstas puedan ser. ¿Una especie de molusco de mar arrastrado hacia  la orilla por alguna ola? No. ¿Tal vez, la metamorfosis de una babosa de tierra, consecuencia de algún experimento o algo así? Tampoco. ¿Un híbrido, mitad almeja - mitad babosa?...Y bien, nada mejor que suponer que alguien había transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los límites de su hábitad natural. Alguien con ideas sádicas y corazón de piedra. Probablemente, un torturador frustrado. O no. Quizás, alguien por error: el bicho, escondido entre las toallas del bañista, en el interior de algún bolso playero, caído allí, casualmente... Lo cierto es que el molusco –podemos pensar que estaría alucinando– aparecía, como por arte de magia, en el estrecho pasaje de arena. Y a duras penas se arrastraba. Sí. Siempre adelante. Cargándose de fuerza positiva, sin desistir en su empeño. Opción de lucha, seguramente envidiada por cualquier ejemplar del género humano. Yendo adelante, como aguerrido combatiente en plena batalla y en medio de un campo minado. ¿Qué cómo producía el moco para arrastrase? Difícil de explicar. Aún así, seguía adelante.

Era mediodía y el sol comenzaba a quemar. La temperatura de treinta grados, más o menos. El mar, todavía distante (a razón de cincuenta metros la orilla) no cubría el margen suficiente como para poder mantener la humedad en la superficie del suelo arenoso, a tanta distancia de donde yacía la babosa. Sólo un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito. (Quizá ello sería su salvación, aunque terminase enganchado a una rama espinosa. Moriría, al menos, dignamente. Y no sobre la arena como vaina de haba seca...). Un cangrejillo de mar, que a la sazón emergía de su cueva, se desplazó con paso frenético hacia el punto en el cual la babosa persistía en arrastrarse aún. Tropezó con ella y desvió su marcha en dirección a la orilla. Entretanto, el suplicio del pequeño molusco de tierra duraba ya casi una hora. ¿Cómo resistía? Un misterio como tantos. A paso lento. Imperceptible, contrastando su agonía con el brillo de una concha que resplandecía allí, a pocos centímetros de su angustiosa imagen. Claro, llegar a la concha sería una gran oportunidad para sobrevivir, al menos, hasta alcanzar una muerte digna. En cama de nácar. Su salvación a una distancia que representaba millones de años luz. Aun así, nada se interpondría entre su energía mortal y la preciosa meta. Su cuerpecillo, a rastras, se esforzaría por sobrevivir. Algo de magia era imprescindible, por supuesto. Algo de magia... Cuando de repente, el agobiante sol se ocultó tras un nubarrón de esos grises y oscuros. El olor de la lluvia que estaba por caer se tornó intenso (ello indicaba la inminencia de algún chaparrón). Y el viento, por su parte, alzó diminutas crestas en el mar, transformando la anterior apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con señales de lluvia, mezcla de salitre y hierba en el aire... el hálito del monte no tan lejano... el sonido del cantar de pájaros. El monte no estaba tan distante. Algo de magia había en ese olor de crustáceos y madera. Todo mezclado. O mejor aún, olor a mar y a resina que brota del tronco de las casuarinas silvestres. El monte no estaba tan distante. Algo de magia era imprescindible. Y la magia se realizó cuando cayó la lluvia.

La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta. En poco tiempo, al llover, la arena se tornó húmeda y compacta como la tierra. Y la pequeña concha, que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada por un hilo de agua que le sirvió de canal entre la arena, llegó al pie del molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser, salido del milagro que fuera la canción de la entera Natura, abordó la barcaza de socorro. Para luego seguir adelante, ahora dejándose llevar por el viento a través del riachuelo mágicamente construido. Navegando a lomos de su tenacidad, quién sabe si hasta llegar al mismísimo monte. 

viernes, 2 de agosto de 2013

LA CANCIÓN DEL FANTOCHE.

 



Por Astarté.
León, España.


Miraba tan lejos que su vista se perdía en el horizonte y luego no hallaba el camino de regreso al hogar. Sus aspiraciones, altas como el trono de los antiguos emperadores, sobrepasaban la techumbre de su humilde casa y, quizás por eso, las ideas escapaban de su frente hacia los árboles del monte. Su condición de curandero de barraca era, sin embargo, aquello que menos cuadraba con el resto de su personalidad de rey frustrado. Claro que, dadas las circunstancias de pobreza material y moral que le circundaban, este monarca improvisado, con su jerarquía de ambiciones y su cetro de ignorancia, vio la posibilidad de convertirse, de buenas a primeras, en una especie de rey Midas. Olvidaba, al parecer, que para entrar en el torrente espiritual ajeno tenía, ante todo, que labrar su jardín con manos propias.

      Usaba las hierbas para curar a la gente. Y la gente, creyéndole sin más, acudía a sus rústicas sesiones de medicina natural, fueran cuales fueran las dificultades del camino. Cada mañana entraba en un viejo trillo y se perdía en la maleza, para luego regresar con las manos repletas de ramas y raíces. Más tarde, a eso del mediodía, encendía el carbón y preparaba un brebaje, al cual había dado el nombre de “néctar milagroso”. Decía que un solo frasco de tal mejunje calmaba, no ya los dolores corporales, sino, sobre todo, aquellos del alma.

      Fue así que su casucha comenzó a llenarse de paisanos (y de paisanas, por supuesto), crédulos de buen corazón que acudían cada tarde a encontrar al curandero para comprarle todo lo más que pudieran de aquella poción divina. Él, mientras tanto, acumulaba riquezas materiales de todo género: aquellos que no le pagaban con dinero, lo hacían en especie (con frutos de la tierra o del mar, pieles, animales y hasta piedras). De esta forma, el ilustre salvador de vidas, poco a poco, llegó a poseer un verdadero imperio entre el monte y la playa. Se hizo de una embarcación, construyó un espigón, alzó un pequeño faro en su enigmático puerto. Compró maquinarias para cultivar la tierra, cercó su hacienda, adquirió ganado y caballos. Y más tarde, cuando su poder era ya estimable, compró el derecho de tener labradores y siervos a su entera merced. Fundó una villa. Construyó una iglesia y, frente a ésta, un prostíbulo de lujo para criar hembras de monta legítimas. Edificó un banco; acuñó una moneda en la cual resaltaba, como imagen, la monstruosidad de su propia esfinge. Y para culminar su obra de dueño y soberano, monopolizó los límites del espacio territorial, por cielo y por suelo, de su oscuro reino.

      No compró, sin embargo, la eternidad. Eso no pudo hacerlo.

      Cuentan los que allí vivieron que, fascinado por la fluorescencia de la flor de la mandrágora, no tuvo cuidado al desenterrar su raíz, cayendo, mortal, en el torbellino de espectros nacidos del conjuro que él mismo pronunció. Y cuentan también que, en la noche de su muerte, una vieja guitarra, borracha de arpegios, fue a parir.




 
Paria, preciosa canción de Alberto Tosca, interpretada por la cantante cubana Xiomara Laugart. Me inspiró para escribir La canción del fantoche.