PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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jueves, 9 de marzo de 2017

Hibernatus.

Nota de la autora: Propongo un viaje en tren para deshelar recuerdos. ¿Es posible caminar por los rieles del pasado mirando hacia el futuro? Puede que no. O puede que sí. La memoria es un viaje en perspectiva.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




HIBERNATUS.

Por Astarté.
León, España.  

Acabábamos de tomar el tren cuando escuchamos el chasquido de un pájaro al estrellarse contra el cristal. (¡Qué triste modo de morir! pensé).
Sin decir adiós, dejé el pueblo aquella tarde gris.
Era otoño aún.
El viento arremolinaba hojas secas en el patio de la estación, creando pirámides de recuerdos.

Bajo aquel manto de naturaleza muerta yacía la memoria; animal durmiente que despertaría, quién sabe, al llegar el invierno . 

martes, 15 de julio de 2014

Un juego que olvidé.

Adiós a la infancia, óleo de Lucrecia López Peña, Argentina.


Por Astarté.
León, España.



Alguien dijo una vez que recordar es volver a vivir. Quizás sea esta la razón por la cual evito remembrar lo que me ha golpeado en la vida; por ejemplo, algún desenlace fatal, o la pérdida de algo o de alguien bien querido, o las horas de soledad. Y es que recordar cosas como estas me llevan a desempolvar un viejo cajón de posesiones reales o ficticias, por error, tal vez. O no. Pero si esto de que recordar es volver a vivir es cierto, aplico la fórmula del Cógito ergo sum  (Pienso luego existo) para reiterar que soy el resultado de mis ideas, que es igual a decir, de mis actos personales, asteriscos imaginarios que ayer fueron concepto y que mañana serán trazos de historia. Por ello, piensa en mí. Al menos, por aquello de volver a vivir. Que me resulta difícil encontrarte de nuevo, así, escurridiza, breve. Tímida. Ingenua. Búscame, que me cuesta sangre divisarte en mi almacén virtual del tiempo y te me pierdes. Mírame con tus ojos de recién llegada al mundo de la falsedad y la mentira humanas. Revela mi imagen en la escuela, en el álbum familiar, en el parque, donde quieras, igual da. Y luego, vuelve a mirarme transformada en círculo de sueños. Los amigos de una vez o la sed de triunfo. Y, de paso, obsérvame ya grande; es decir, desgastada por el vicio y las costumbres. Descubre, en fin, la óptica precisa para darme vida en el cuadro del recuerdo. Un juego que olvidé. Infancia.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Mientras duermo.

 









Por Astarté.
León, España.

Éramos pocos los allí presentes: mi libro de historias de la selva, el viejo tocadiscos de plato, mi perro y yo... ¡Ah, sí!... Olvidaba mi muñeca preferida, que no era la más guapa de todas, pero sí la que más quería. ¿Qué hice de ella?... ¡Bah! No tengo idea. Uno se aleja. Sí. Uno se aleja de todo y de todos. Y mientras nos alejamos, vamos tocando con el corazón nuevas fronteras. ¿O me equivoco? El corazón va delante de los pies, abriéndose paso en la estrechez del día a día. Y la memoria, esa que a veces llamamos “decrepitud del alma” (porque sí, porque somos conscientes de su tendencia a tejer recuerdos del pasado...) queda prisionera en el cajón de la locura; cabizbaja, pensativa... La memoria... Sin embargo (y pasando revista a los aquí presentes), seguimos siendo pocos: mi libro de cuentas, la televisión, los pájaros del tejado del vecino y yo... ¡Ahhhhh! Y mis gafas de sol, que no son “Armani”, pero son buenas igual. ¿Qué hice del sombrero de ala ancha que cubría mi frente en el surco de tantas profesiones inconclusas?... ¡Bah! Ni tengo idea, ni me importa. Uno se acostumbra a las inclemencias. Sí. Uno se acostumbra al frío y al calor y a las tormentas y a todo. Y mientras aceptamos el inevitable rasponazo del conocimiento (saber cosas araña la piel y de qué manera...), seguimos arando la tierra sin llevar un sombrero que nos cubra, a fin de recoger frutos en árboles plantados a lo largo de la historia. ¿O me equivoco? La voluntad va delante de la frente en la cosecha del día a día. Y la fuerza, esa que nos llega del vientre, esa que a veces llamamos “supervivencia del espíritu” (porque sí, porque somos conscientes de la energía que reporta), sigue regando el entero territorio de nuestras mejores esperanzas; impetuosa, corajuda... La fuerza... Y entonces, para resumir y darle algún sentido a esta maraña de alucinaciones, te confieso, querido sueño, que estoy probando seriamente a sumar fuerza y memoria. Y lo hago para no perderme mientras duermo, para no escapar de mi cuerpo sin dejar un hilo que me guíe a mi regreso. O, tal vez, para no dejar de poseerme del todo en el persistente afán de trascender. Pues no sé aún cómo hacer para dilatar, a mis anchas, el camino del tiempo.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Un viaje imaginario en LA MEMORIA (Comentario a la novela "Marja y el ojo del Hacedor", de Manuel Gayol Mecías)




Por Astarté
León, España.

 Un viajero salió un buen día a recorrer la memoria. Y no digo a recorrer su memoria, sino la memoria, universal y colectiva por naturaleza. El caso es que el viajero  inició su recorrido por la imaginería con el entusiasmo de los curiosos que han sido alguna vez (y más de una vez, por qué no...) marginados y condenados a vivir en la dimensión de un tiempo troncado por los designios de un Sempiterno.

El imaginativo y curioso viajero, sin embargo, había olvidado que emprender este decurso a través de la memoria requería, ante todo, invertir las coordenadas del tiempo y del espacio, para atrapar, con la mano que no agarra la pluma (la mano que ha quedado libre) el hilo conductor de la trama que él imaginaba. Fue así que el viajero, hacedor que pretendía inventar personajes para una novela de ficción, quedó bloqueado ante una puerta misteriosa, la cual se presentaba a su ojo como el único hueco para entrar al mundo de las estatuas de sal. Ellas (las estatuas, pétreas) le esperaban del otro lado, en el reino de Perséfone, para ser revividas y rescatadas al mundo real.

Y entonces sin desanimarse, el viajero, gobernador de su gran imaginería de poeta, alzó su mano (esa que le quedaba libre) y agarró, firme y decidido, la cuerda (el hilo de la trama de la historia), dejándose deslizar hacia el hueco que le permitiría entrar del otro lado, al rescate de Marja y de su propia conciencia.

No tuvo que tocar a la puerta, ni nada por el estilo. El hueco, que era su propio ojo de Hacedor imaginario, se abrió instantáneamente. Por supuesto, al ver la apertura, el viajero- buscador de imágenes quedó algo desorientado, pero su estupor duró sólo un instante, que ni tiempo tuvo para darse cuenta de su propia maravilla. Se trataba, pues, del ojo de la aguja, a través del cual pasaba el hilo conductor de la historia... (¿Pero de qué historia hablamos?... ¿De la historia de este libro titulado Marja y el ojo del Hacedor?... O, más bien, ¿será que nada más existe una gran historia, un solo libro que viene a ser la integración de todas las historias y de todos los libros que suelen existir, incluso de aquellos que están por escribirse? ¿Será?...) El viajero quedaría con una enorme duda, piedra filosofal del CONÓCETE A TI MISMO inscrito a la entrada del Templo de Apolo en Delfos. (¿Será este Templo el cuartucho solariego de Apolo Adán, alias el Flautista, en La Habana?)... Es decir, el viajero quedaría con la duda  de no saber si era él quien escribía su propia historia (que es la misma de Marja), o si, al revés, era el personaje-protagonista del libro que Joel Merlín, alias el Estudiante, escribía en la Buhardilla de los Marginados. O si era ambas cosas al mismo tiempo.

Yo, que conocí a Joel Merlín y a Gladys (su mujer), les recuerdo caminado por las calles de aquella ciudad donde vivió Lezama (quien también estuvo al margen, en los límites del tiempo y del espacio real, aunque hoy se quiera decir otra cosa bien distinta...). Y si atravieso mi propio ojo en la memoria, entro y salgo en habitaciones que se confunden y amalgaman: Salto hacia el mar desde el piso 16 de un alto edificio (en Primera y Paseo, en el Vedado) para caer en Trocadero 162, muy cerca del Paseo de El Prado habanero... Y camino a través de la espuma de las olas que atraviesan todo el litoral (las olas van buscando peces, a ver si las olas me rescatan algún día...) y llego hasta el mínimo rincón de la memoria donde Marja, que no está dormida, me aguarda con todo su erotismo criollo en el tiempo infinito de un universo extraordinario.

El Hacedor, que era tan curioso, terminó la historia que quería inventar descubriéndose a sí mismo. ¿Tuvo miedo al descubrirse?, ¿quién sabe? En todo caso, no hay conocimiento sin miedo, como tampoco sin dicha. Porque al conocernos a nosotros mismos, nos re-conocemos como la negación del como-hasta- entonces nos habíamos imaginado. La vida, en fin, no termina en ese punto del cual todos tememos (al menos, de eso han dado prueba Marja y su hacedor imaginario); ese punto (o hueco hacia el infinito u ojo de la aguja, da igual como queramos llamarle) no es el fin, aunque parezca que morir lo apague todo,  la memoria inclusa. Al contrario, atravesando el ojo penetrante podemos descubrir que allí, del otro lado, empieza, otra vez, la vida.

A mi amigo de siempre, Manuel Gayol Mecías, autor-creador de este libro (Marja y el ojo del Hacedor, que no es una historia, sino parte de la Historia de la isla del Sempiterno concentrada en pocas páginas) quiero dar las gracias por haber regalado a la literatura más actual este pedazo de vida personal y colectiva. Pero también deseo hacerle llegar a Marja un mensaje, de esos que se deberían comunicar al oído y en secreto, pero que por ser yo una lectora omnisciente (de otra forma, no podría jamás comprender el misterio del narrador omnisciente) tengo que decírcelo a voces. En fin: Querida Marja, no nos abandones aunque pasen los años... Y aun cuando la luz  ilumine ¡al fin! La oscura noche del sempiterno, guarda todavía tu memoria para recordar, por siempre,  la gran epopeya que significa vivir  un sueño.




Manuel Gayol Mecías. 
Poeta, narrador y crítico literario cubano. Nació en Las Tunas, Cuba, en 1945. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas por la Universidad de La Habana, en 1979. Desde ese año y hasta 1989 trabajó como investigador en el Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. En 1989 y hasta 1994 fue especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza. Durante esos cinco años impartió asimismo clases de talleres literarios a una buena cantidad de escritores jóvenes cubanos. Fue miembro del consejo de redacción de la revista Vivarium, del Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana. Recibió numerosos galardones literarios en Cuba en los géneros de poesía y cuento. Algunos de ellos: premio de cuento del III Concurso Literario Provincial Luis Rogelio Nogueras 1990 de Ciudad de La Habana; primer premio de Cuento en el Concurso Hemingway 1991 y Premio Nacional de Cuento en el Concurso Luis Felipe Rodríguez 1992, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). En la actualidad es editor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California.
Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995); La noche del Gran Godo (Cuentos, Neo Club Ediciones, Miami 2011) y Ojos de Godo rojo (Novela, Neo Club Ediciones, Miami 2012)