PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




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sábado, 7 de mayo de 2016

Algo ha germinado.



Por Astarté.
León, España. 

(A la memoria de mi abuela, tejedora de dulces recuerdos de mi infancia).

Extasiada en la lentitud del tiempo vuelvo a casa. En realidad, no pensaba hacerlo. Pero, ¡en fin!, la convicción de no mirar hacia atrás, tarde o temprano, se anula ante la curiosidad de regresar para reencontrar lo que no olvido. Y una vez aquí, en la casa de mi infancia, abro los ojos. Para percatarme del sitio exacto en el que me hallo palpo las paredes, descorro las persianas. Entonces, veo el viejo árbol del patio. Sus ramas se mecen con la suave brisa del viento tropical. Y el viento es caliente. Un viento que trae consigo el aroma salobre de la costa cercana. Un viento que, a veces, se levanta en torbellinos. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, veo desplomarse, en torrente, la lluvia. Algún nubarrón se agrieta y lanza hacia abajo cántaros de agua, dejando el olor a tierra mojada y a humedad. 

Allá afuera algo estará germinando, sin lugar a dudas, pienso.

Cada tarde, de tres a cinco, mi madre sale a sus clases de inglés. Y a mí, que ni por nada me entra en la cabeza eso de dormir siestas, me sientan en el pequeño sillón de madera (construido a la medida de un niño de corta edad) para que acompañe a mi abuela en su sesión de tejido con gancho. Y claro, también para que no escape a donde el vecino... a treparme en el muro alto y húmedo donde buscan refugio las babosas. Un muro que colinda con un solar yermo, donde hay todo tipo de bichos peligrosos... (Eso me dicen, para que no vaya). Por supuesto, para mí, una hora sentada viendo tejer a mi abuela es algo así como la representación de la eternidad multiplicada por el infinito. Ella, de vez en cuando, levanta su mirada por encima de las gafas y me dedica una sonrisa. Sabe que quiero escapar. Y por eso se queda dormida... (Zzzzzz.... Zzzzzz..., parece tener un dulce sueño). Y yo no sé muy bien si su somnolencia es real. No sé si finge la buena de mi abuela. Pero lo cierto es que no aguanta tejiendo más de media hora sin cabecear. Y se duerme.

Yo la vigilo durante un par de minutos, por si acaso despierta. Me percato de que tiene el pelo plateado. Sin embargo, sus mejillas, cual frutas maduras, son rojas aún. Y expreso entre dientes un desiderátum: ¡Quiero tener para siempre a mi abuelita tejedora...! Luego, me preparo para escurrirme. Desde mi perspectiva, busco un punto de fuga hacia afuera. Me proyecto como una flecha.

Salgo al patio.

Paso junto al viejo árbol y llego al muro. No me encaramo (hoy no, será otro día). Pero atrapo un caracol.

En mi mente ha transcurrido el tiempo desde que salí del salón. Así que, poco a poco y sin que nadie me sienta, regreso. Mi paso es lento. Tan lento como el de una babosa. Y al regresar, me detengo bajo el árbol, que ahora es muy pequeño y ya no está en pie como hace tan sólo un instante. Su tronco sin ramas, corroído por las hormigas y vestido de verde por el fresco liquen, descansa extendido sobre la tierra. Y no sé por qué, pero me parece que algo ha germinado. Mis ojos infantiles no dan crédito ante el esplendor de la naturaleza. Soy demasiado joven y no logro comprender que una hora es suficiente para que todo se transforme. Todo. Hasta yo, por así decirlo.

Estupefacta, pongo el caracol en la hierba. El molusco, asustado, asoma su cabecita pegajosa a través de la abertura de la concha. Y empieza a andar, lentamente, dejando tras de sí la estría de un líquido viscoso. Yo lo observo y decido dejarlo en libertad para que viva todo y cuanto pueda yo vivir. Y entro de nuevo en el salón. Mis zapatillas, ahora mojadas por la humedad, dejan también (igual que la babosa) una estría sobre el suelo. Camino hacia mi pequeño sillón de madera y me doy cuenta de que, sin decir adiós, mi abuela se ha ido. Y que, en su lugar, como por milagro, ha quedado un mantel de fino encaje. Pero ella se ha ido. Ya no está.

Mi madre regresa de sus clases de inglés y me llama. Me dice: ¡Despierta, que es tarde! ... Afuera llueve. Y en esta ocasión, es una lluvia fina y blanca como el encaje del mantel. Una lluvia que me anuncia que todo ha cambiado. Una lluvia musical, pues silba al caer con un soplo de viento. Y yo, que apenas tengo alas para cruzar volando el jardín de mis recuerdos, sonrío convencida de que la sutil babosa está siempre allí. En el patio. Acariciando el liquen que también ha germinado. Adornando el tronco de la vida, del cual, lentamente, ha brotado una hoja muy verde.



viernes, 26 de septiembre de 2014

Metamorfosis.

Por Astarté.
León, España.


El negro para fiestas, el verde para los domingos, el rojo para Navidad. Y el azul... El azul para qué...  En fin, el armario abarrotado. Vestidos, pieles de armiño, quimonos de seda, bufandas de lana. Y en el cofre,  joyas de valor y también bisutería barata, de todo un poco. Tenía, además, muchos zapatos: de tacones muy altos para la noche, zapatillas para el hogar, sandalias veraniegas, botines de piel...Y también tantos bolsos, ¡cuántos de ellos!... Y en el tocador, maquillaje, perfumes, pañuelos...Y luego, la casa: en el salón, un sofá de gamuza, irresistible, con cojines. Y tumbonas de mimbre rodeadas de plantas exóticas; equipos electrónicos, porcelanas, alfombras, cuadros, espejos... Y en la alacena de la cocina, conservas, golosinas, frutas, néctares. Y en la biblioteca, libros y más libros. Una vida llena. Lo difícil de aceptar era aquello de los huecos en la mente. Sí. Porque tenía baches en el pensamiento que le impedían viajar al pasado, coordinar el presente y  proyectar el futuro. Y bien, centrémonos en el presente: Vamos a ver, estaba como ausente. Era como si el presente se vistiera de negro para ir al supermercado o se pusiera la piel de armiño para freír huevos. Por ello, el pasado y el futuro se declaraban en bancarrota total. Ni siquiera, los recuerdos la llenaban de emociones porque no existían. Recuerdos, anhelos, sueños, metas, todo eso era materia succionada por los huecos del espacio de su mente.



Un buen día tocaron a su puerta. Abrió. Y no era nadie al parecer. Pero sintió que una mole de energía le empujaba hacia atrás y entraba en su casa. Luego, vio que una parte del sofá se hundía (algo se había sentado en él). Preguntó que quién era. No obtuvo respuesta. No obstante, sintió que alguien colaba café el la cocina. Que se servía una taza y tomaba. Y el aroma del café despertó a una mariposa, de esas nocturnas, que había quedado dormida en un rincón del techo. El insecto, revoloteando, salió por la ventana y se perdió en el azul. Mientras tanto, la mole de energía había abierto la alacena y estaba despachándose de lo lindo (había encontrado la mermelada de frambuesas, la preferida...). Y casi al instante, saltaba la música desde el lector CD del salón. ¿Poltergeist? Lo más probable. Lo cierto es que el miedo, contenido por tanto tiempo, camuflado bajo los efectos de la posesión y el poder, afloró. Y cojines, alfombras y cuadros comenzaron a levitar, colándose a través de los huecos de su mente e yendo no se sabe a dónde, a algún punto del espacio exterior. Y también las joyas, y los trajes y zapatos. Y las pieles de armiño y todo lo demás. En fin, que de buenas a primeras, percibió un sitio vacío e invadido por la fuerza del miedo y por aquella mole extra-sensorial. Era, quién sabe, el vacío total volcándose desde el interior de su mente hacia el presente. Pero bueno, al menos, algo sentía. Quiero decir, miedo. A partir de entonces, no le quedaba otra alternativa que la de convivir con él en paz. Por supuesto, nadie le creyó aquella historia del vuelo. Cuando entraron los de la policía local, se limitaron a tomar nota de los “presuntos” hechos ocurridos en aquel sitio: Suicido. O probable homicidio. Sobre la alfombra del salón había sido hallado el cuerpo de un ser alado y cubierto de pequeñas escamas, las cuales, al tocarlas, se convertían en un polvo muy sutil. Tal vez, había sucedido la metamorfosis de un sueño. Bueno, en ciertas ocasiones es difícil regresar y corremos el riesgo de quedar allí, afuera. Revoloteando en el azul.