PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




martes, 15 de enero de 2013

HASTA QUE TE HARTES...





Por Astarté.
León, España.


   El colchón levantado y la ventana abierta. Te levantas y quieres arreglar el cuarto. Y todo porque quieres y basta. Pero los cuartos no tienen arreglo. Y tú, Maricusa, caliéntame un poco de café y no barras más la casa, que las casas tampoco tienen arreglo. Ven y pásame la mano por la espalda, tócame las piernas. Juega conmigo, Maricusa. Y tráeme un poco de café, anda...  No sigas jodiendo con eso de limpiar el baño, que los baños no tienen arreglo. Mira niña, mejor quítate el ropón. ¡Quítatelo! Y también las braguitas para verte el coño cuando me despierte. Y deja la escoba y la ropa sucia, Maricusa. Que la ropa no tiene arreglo. Ve al salón y tráeme el cenicero, que quiero fumar con el café. Date prisa, por favor. Y deja las zapatillas allí.  Ven descalza, que quiero verte simple, Maricusa. Yo te haré gozar hasta que te hartes. Y si no te hartas, te haré gozar hasta que quieras hartarte. Y si no quieres hartarte, te haré gozar hasta que me harte. No me hagas esperar, ¡ven ya! Y deja de dar vueltas y más vueltas por todas partes. Que tu puesto está aquí, Maricusa, contigo misma, conmigo, con lo unidas que estamos cuando comprendemos que no existe otro espacio que no sea el propio trillo matinal en este perfecto recorrido astral hacia el centro del orgasmo. Te veo. Me veo. Y soy feliz.

domingo, 13 de enero de 2013

Filosofando: el “poderoso” lenguaje de las prendas.




Por Astarté.
León, España.


Mirándome al espejo acabo de “descubrir” que llevo prendas en casi todo el cuerpo. Habría tenido pocos días de vida cuando me perforaron los lóbulos de las orejas para engancharme mis primeros pendientes. Y los pendientes fueron el inicio de mi intimidad con otros elementos que, poco a poco y “gracias” a la herencia cultural (adquirida y luego transmitida) devinieron “imprescindibles” para el porte y el aspecto de una criatura que abría sus ojos al mundo (importante saber en cuál de los mundos abrimos los ojos): cadenitas de oro o de plata, alfileres con azabaches u otras piedras que sirven para proteger contra “mal de ojo” o “mala suerte”, medallas con inscripciones (por ejemplo, con las iniciales del nombre), símbolos religiosos o afectivos grabados en los dijes, etc. comenzaron a participar en la elaboración de “la marca” del individuo que apenas nacía, sin que éste pudiese controlar este proceso de “etiquetaje personal” predefinido.

Independientemente de sexo, época o cultura, la mayoría de los seres humanos nacidos en nuestro planeta viene sometida, desde edades tempranas, al poderoso “lenguaje de las prendas”. ¿Gusto estético?, ¿arte?, ¿dogma?, ¿sentido de poder social o de potencia? Todo eso, claro está. Creo, sin embargo, que nuestra adicción a usar prendas como don (entre humano y divino) forma parte, de antemano, de un programa de control en el que nuestro ego juega el rol de “víctima” imprescindible.

Si ahondamos un poco en el asunto de “lo que nos dicen” las prendas que usamos nos llevaríamos, probablemente, la sorpresa de conocer lo propensos que somos a “encanalarnos” y a “clasificarnos” en especies, categorías y series a partir de parámetros prefijados. En una sociedad como la occidental, por ejemplo, resultaría del todo “raro” que a un varoncito recién-nacido se le perforara los lóbulos para ponerle pendientes, aunque se sepa que usar pendientes es para él una posibilidad que cabe del todo en su vida personal futura. De igual modo, las alianzas de esponsales no irían jamás al dedo de un bebé, no obstante quepa la posibilidad de que esta personita llegue, un buen día, a casarse delante de un altar con todas las de la ley.

Me abstraigo ahora de todo lo escrito anteriormente para mirarme, una vez más, a este espejo que llevo conmigo. Entonces, al ver mis joyas, me siento poseer todo lo que a veces me puede llegar a faltar: seguridad, coraje, belleza, posición social, sentido de poder... Y es que, en general, estamos convencidos de que nuestro cuello puede ser bello y sensual, pero de que, con un collar, lo sería aún mucho más. Así mismo, cambiamos nuestra imagen, midiendo la necesidad de llevarnos puesto esto o aquello según la ocasión. En todo caso, la “importancia” de la prenda en uso deberá corresponder a la importancia del acontecimiento. Hablo, por supuesto, también de las prendas de vestir y de calzar, así como de cualquier accesorio que agreguemos a la visión que tenemos de nosotros mismos: a falta de dominio sobre el prójimo, en ciertas ocasiones, la prepotencia que tendemos a ejercer sobre Madre-Natura tiene que ver con la asimilación corporal de objetos naturales. La “civilización” se vuelve, en tal caso, diametralmente opuesta a la naturaleza: más “natural” es la prenda que poseemos, más legítimo será el poder que ejercemos sobre ella. Pieles de visón o armiño; pulseras de diamantes; bolsos de cocodrilo, estatuas de marfil... La naturaleza “plegada” y agregada, como objeto, a la más personalizada proyección social de nuestro ser, fiel demostración de autoridad, equivocada sensación de llegar a ser físicamente eternos. Claro que, a pesar de pensar en todo ello, no renunciaré a mis prendas. ¿Cinismo?

viernes, 4 de enero de 2013

DESDOBLAMIENTO.




Por Astarté.
León, España.


La pobre. Apenas logra distinguir entre el humo y la luz. Su andamiaje muscular quedó flotando en las exigencias de la mujer que fuera un día. Y ahora aguarda, distanciada en la melodía de los gorriones que trinan de felicidad en el árbol del patio. Como la ceniza, una gama de colores no rebasan las distintas tonalidades del gris y “ella” divaga. En verdad, es que no sabe a qué atenerse, de la misma manera en que no sabe cuántas horas marca el reloj. Y lo peor de todo es que nadie se percata de que aún existe, que está aquí, aunque lánguida y colmada de malos augurios. La ceniza de su cuerpo vuela entre el gris y el otoño de un país doméstico. Y el carcomido cestito del pan tejido a dos manos en mimbre está ahora vacío.

Cuento su historia en dos líneas: Querían hasta quemarla viva por rebelde. Y “nosotros” nada podíamos hacer contra tanta rebeldía. Le decíamos: ¡Oye, niña, deja eso...! Mira que te están cazando la pelea... Pero “ella” hacía como si no escuchase a los demás. Y al final, fue expulsada. Ahora anda toscamente vestida con ese atuendo de lienzo gris oscuro que llega a confundirse con el humo de su propia hoguera.

En pocas palabras: tuvo que firmar que había enloquecido sin más ni más.
¿Cómo era aquel país de antes? Tampoco lo recuerda. Pero “nosotros” sí, porque todavía nos queda, al menos, la memoria. El problema es que a “ella” le dieron golpes eléctricos en la cabeza para hacerle olvidar quien era. Y al final y por muchas vueltas que le quieran dar al asunto, lo suyo fue deportación forzosa. Claro, esta noticia sale solamente en los periódicos llamados “reaccionarios”. Y sabemos que la deportación va contra las leyes del derecho internacional (también lo saben “ellos”, aunque prefieran callar). “Ella”, la pobre... “¡la pobre!”... Así la llaman todos desde que ocurrió aquel trágico suceso. Por suerte, a “ella” ya no le importa que la llamen “pobre”. Se contenta con mirar los gorriones que cantan Yellow Submarine colgados de sus patitas en las ramas del árbol. Es otro país éste. Y “ella” no es quien antes era. Ahora lleva una chapa en el cuello con la inscripción de un recinto llamado sanatorio. También le han cortado el pelo, dicen que por los piojos.

Aquel país que dejó atrás era como un teatro de marionetas. Había una sábana blanca como telón de fondo, una bandera y una plaza por donde la gente marchaba con otras banderas en las manos. Era un país lleno de banderas. Y se escuchaban ruidos extraños, sobre todo cuando comenzaba el himno, a la hora en la que “ellos” devenían hambrientos y desesperados. Pero “ella”, que era ingenua, los animaba a pelear. Y trataba de demostrarles que una calle no es otra cosa que la distancia más corta entre dos puntos. Por eso, quienes querían decir que una calle era solamente un trozo de asfalto, se quedaron perplejos y no pudieron tolerar que “ella” se llenara de valor y emprendiera camino en un solo pie sobre la línea recta del juego de mosaicos. Tomaron el teléfono en la mano y notificaron el delito. Al rato, llegaron los otros, los de inmigración. En un artefacto blanco y alargado parecido a un tranvía. Le entisaron el cuerpo con esparadrapo y la subieron al carro. Y luego, “ella” sintió cómo se elevaba hasta tocar las nubes.

Bueno, ¿y “nosotros” ¿quiénes somos? Ésta quizás sea otra historia aunque no lo parezca. Y es que no somos lo mismo que “ella”. “Ella” es “la pobre”. “Nosotros” somos “eso”. Y no nos cansamos de abrir los ventanales, ni de subir los peldaños del cadalso a contraluz. No portamos documentación, ni tampoco preferimos un espacio habitual en la tele. No somos defensores de una u otra teoría filosófica. Somos simplemente “eso”: “eso que somos”. Y “somos” porque ya “no estamos”. A veces nos asaltan viejas dudas, por ejemplo, cómo empezar de nuevo. O cómo cruzar las calles sin que “ellos” nos vean. Claro, tenemos a nuestro favor el hecho de que nadie nos confunde con “ellos” y de que no nos deportaron a ningún sitio. Y es que “nosotros” nos fuimos por libre decisión. Hoy estamos aquí reunidos para visitar a “la pobre”. Porque sabemos que está muy sola. Que un buen día emigró involuntariamente y que en este país en el que ahora vive todo se olvida. “Nosotros”, sin embargo, no olvidamos que “ella” existió alguna vez. Y por eso llegamos en su ayuda cada domingo. Para recordarle que, aunque sea entre corchetes, está viva. Que lo de las canciones bajo la escalera, lo del cambio de identidad y la posterior transformación en ratón de laboratorio... Que lo de los papalotes lanzados sobre las olas y lo de los cristales rotos ... Todo “eso”, querida, no fue un sueño.

Por último, es nuestro deber en esta historia hablar de “ellos”. Y es que no hay nada más fácil que enumerar los rasgos que conforman esas caras abofadas, degeneradas, pétreas. No hay cerebro bajo esos cascos craneanos. “Ellos” se creen suficientes dentro de su insuficiencia. Son quienes pueden trastocar de un solo plumazo una época. No se fían de los demás, es decir, de “nosotros”, pues en el fondo nos temen. Saben que sin anécdotas pasadas “ellos” no son más que un sueño de una noche de verano. Tienden a ser aburridos y carentes de gracia. Son reiterativos, aunque no les importa. Lo único que les incumbe es la propiedad de la fuerza. Porque sin la fuerza las cosas no ocuparían jamás su lugar en el espacio. Han cambiado la física y la geografía humana. Han alterado el orden y el progreso. Y si por “ellos” fuera, no quedaría ninguno, ni como “ella”, ni como “nosotros”, en pie sobre la faz de la tierra. Nos deportarían a todos y nos harían pasar por emigrantes mentales (como hicieron con “ella”).

Claro, “nosotros”, que somos “eso” porque ya no estamos, no la dejaremos sola. No la abandonaremos a su suerte, a pesar de que “ellos” se empeñen en hacerle olvidar quién es y de dónde vino. Pues aquí, firmes como un mástil nos erguimos, fuertes e intangibles, los recuerdos. Para decirle a “ella”, fábula del tiempo, realidad que está por venir, que no claudique. Que mire hacia adelante. Que escriba la historia en la que “ellos” no serán más que pobres y por siempre gobernadores de las tinieblas.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Breve fábula de la cortina.




Por Astarté.
León, España.


    Mi vanidad nació junto a mi memoria. Y olvidando a mi memoria, di un nombre a mi vanidad, por si acaso algún día quería irse de mi lado a caminar por esos sitios de Dios. Al menos, los que la viesen pasar por ahí podrían reconocerla. El caso es que salió, al parecer, una tarde sin mí. Y al volver a casa se sentó de frente al mar, apoyada en la ventana del salón, con un trozo de encaje entre sus  manos. Y me dijo: Me gusta el color rosa. Es de niñas. Y mi vestido tiene que llevar lazos y cordones. Como una cortina. Y es que desde que lo vio en el catálogo no tuvo ojos, más que para aquel retazo de encaje. La ventana que daba al mar tenía un vitral transparente, demasiado transparente. Y entraba demasiada luz en el salón, demasiada... Tanta que cegaba. Necesitaba, pues, una cortina esa ventana. Y de encaje. Porque de encaje visten las novias y las reinas. Nada, que ésta es, en fin, la breve fábula de la cortina. Y dice así: Mi vanidad echó a andar sin mí una tarde de mayo. Y al volver, envolvió su menudo cuerpo, usando sus propias manos, en un retazo de encaje color rosa. Y después, se apoyó en el alféizar de la ventana del salón, de frente al mar. Y allí quedó. Atrapada para siempre. Como mi memoria.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Una ciudad: el vacío en el espacio del tiempo.





 Por Astarté.
León, España.


Diciembre de 2011. Entre luces y sombras, como enjambre de plasticidad, la bella Budapest giraba en la plenitud de sus espacios vacíos, esos que no dan prisa a los ojos del caminante. Sin querer, descubrí sitios de transeúntes, al parecer, llenos de vida pero calcificados, en fin... Y todo ello hizo que naciese en mí la necesidad de reproducir mis impresiones más chocantes, por eso del revivir lo extraño que no llegamos a alcanzar jamás sensorialmente. Quiero describir, entonces, una ciudad raramente húmeda, con calles medio vacías en días de fiesta y la soledad de dimensiones otrora espléndidas, pero hoy cargadas del taedium de agresivos visitantes que nada piden, porque nada quieren. Quiero decir que vi jóvenes sedientos de conquistas (esas no alternativas a la realidad del consumo), perdidos en una cierta obsesión por saltar el límite de lo posible. Y ancianos repletos de la nostalgia del viejo sistema, aquel que daba un fardo de harina a cambio de principios escasos de ambiciones. 
 
En fin, quiero decir que vi gente, no sólo turistas. Los turistas pertenecemos a otra categoría que nos aparta de la complejidad vital de las ciudades que visitamos. Quiero decir que vi, además, un caudaloso río, artificialmente iluminado de noche, brumoso en sus días hasta decir no más. Y que vi el paso del tiempo en la inmensidad de una iglesia, la más visible desde Buda hasta donde llega la vista del observador, hoy dedicada a conciertos. Pero, sobre todo, vi el halo del pasar del tiempo, desde un ya lejano 1990 hasta el sol de hoy. Y me pregunto qué ha sido del alma de Budapest, de sus pulsaciones más elementales, aquellas que hacían vibrar la opulenta ciudad de las dos orillas cuando predominaba el aire de los cambios políticos. Aquella que vi y que ahora no encuentro porque el tiempo pasa y nada deja del ayer, a no ser recuerdos. Yo, que vengo de todas partes, que siendo hormiga llevo mi carga a cuestas para no perecer, rindo  tributo al vacío de mis propios espejismos, resumidos, tal vez, en una búsqueda estética personalizada, no del todo definida. Y os dejo estas fotografías, que algo dicen por sí mismas de una ciudad de contrastes: Budapest, entre oquedades y multitud de visitantes; estos siempre regresan a sus casas con souvenirs y percepciones varias. La bella y enigmática Budapest, una ciudad que no sabe a dónde va. Ir y venir por espacios de bruma y vacío: buena razón de ser.  Al final, todas las ciudades se parecen.





sábado, 8 de diciembre de 2012

Filosofando: El ejercicio de describir los deseos.




Por Astarté.
León, España.

Texto y contexto para darle vida a una idea. Sin descripción no hay movimiento del verbo; la acción no cobra forma; no hay reflejos.

Hoy me valgo de una breve descripción, obviamente connotativa, para transmitir verbalmente la composición de un gran deseo: LA VIDA. Y escribo en grande este gran deseo que me sabe a fruta dulce, a pasto verde y a hiel; que me huele a salitre y a heno; que me arde y me acaricia y me pincha; me deslumbra y me embelesa. A veces, sin dar ningún aviso, mi deseo se vuelca en su propia naturaleza para proyectarme hacia una tela de araña muy sutil. Otras veces quedo atrapada en esta proyección, entre las ramas de un árbol lleno de bellotas, entre ardillas que suben y bajan ágilmente por el tronco. En fin, he descrito mi deseo. Y lo importante para mí, en este caso, es el estar conciente de quererlo describir. Eso es ya suficiente para darle forma. Pues, como verbos, sin su descripción los deseos no se cumplen.

En una ocasión, años atrás, pedí un deseo: tener una vida intensa, sin saber muy bien qué cosa pedía. Estaba, sin lugar a dudas, confundida en aquel entonces, por pensar que VIDA INTENSA era una analogía del placer. VIDA INTENSA sin embargo, además de momentos placenteros presupone el ver derrumbarse, por ejemplo, todo lo que poseemos (o que creemos haber poseído) sin dejarnos caer (al menos, no del todo) en los escombros-efecto de cualquier tipo de cataclismo humano. Obra difícil ésta de no dejarnos caer, ¿verdad? Pero no imposible. Y me refiero a la intensidad que hay en la fuerza del espíritu para sobreponerse y seguir proyectándose hacia la luz, a pesar del sinsabor de las derrotas, o ante las traiciones (la propia, a veces...), o ante la carencia de afecto. Que si LA VIDA fuera, como tal, obra fácil, naceríamos sin riesgos y sin parto.

Hoy es un día especial. El día de describir un deseo importante. Y a mis queridos lectores (a aquellos que, furtivamente, encuentren en la red esta página y la lean “por curiosidad”) propongo un ejercicio, muy efectivo, que es el de describir un gran deseo: Pues bien: yo deseo un castillo... Y yo, una tarta de chocolate... Y yo, que mi amigo sane... Y yo, escalar el Himalaya... Probad, pues, a describir ese deseo y será cumplido. Cumplido para vuestros sentidos, para vuestra memoria del futuro (¿existe?...). Pero describid vuestro gran deseo. Sin olvidar que LA VIDA, escrita en mayúsculas e intensa como es, nos hará siempre y día a día descubrir que la obra de un deseo no está exenta de contrariedades. Como la vida misma en su absoluta intensidad.


jueves, 6 de diciembre de 2012

ALMAS EN PENA.



Por Astarté.
León, España.

Cuántas veces pasan y siguen en su danza. Giran, se deslizan, hacen piruetas. Y si no se detienen será, tal vez, por temor a no contarnos qué hay en los espacios donde moran. Insisten, sin embargo, en cohabitar con nuestro espíritu entre un viaje y otro, en el universo prolongado hacia adelante. Nos esperan en los sueños, cuando las pupilas yacen bajo cierta lámina de azogue y estamos cansados de tanta vigilia. Y en ese trance no les hacemos preguntas (o mejor dicho, no demasiadas, rectifico...). Llegan, permanecen, nos tocan en el hombro, palpan las membranas de nuestro territorio privado. Refieren la angustia que mina los ocasos paralelos al mundo en que vivimos. Corren y escapan atravesando puertas. Nos tutean, nos sonsacan. Juegan a amedrentarnos en medio de la soledad, lo mismo en banquetes suntuosos que en vacuos salones. Bajan escaleras. Suben al trastero. Atraviesan la maleza de un bosque. Se alimentan en sótanos. Se parapetan tras las cortinas. Y casi siempre descansan cuando somos más sobrios y despiertan cuando estamos más ebrios. Nos recuerdan que hay alternativas para la memoria y barrancos en la frontera de la racionalidad. Fieles testigos de otras vidas. Les tememos o les odiamos por no querer decirnos bien sus nombres y apellidos. En raras ocasiones les perseguimos. Y si no llegamos a atraparles del todo es porque, para lograrlo, nos falta el coraje y nos sobra el ego. Algunas de ellas, las más violentas e inconformes, nos ponen zancadillas y nos hacen caer de bruces a los pies de nuestra propia infancia. Atormentan, torturan, gozan de placer al sodomizar nuestro orgullo hasta la saciedad. Y ríen al final de la escena. Nos invitan a quedarnos solos en espacios lúgubres. Muchas nos deleitan  al tocar divinas melodías con el arpa, el violín o el piano. Otras, dibujan su perfil en las paredes o en las losas del suelo. Con frecuencia, se reflejan en los mismos espejos junto a nuestras siluetas, para confundirse con la perplejidad que emanamos. Alumbran el poder de esa fantasía diluida en el cotidiano y rancio empecinamiento del querer saberlo todo. Apagan nuestras velas, soplando fuertes vendavales. Acarician nuestra libido y encienden el morbo del apetito que nos fulmina. Nos lanzan hacia el verde jardín de la noche a través de ventanas abiertas. Cierran pabellones con sus brazos, nos invitan a morir. Las más comprensivas nos envían mensajes de ánimo ante las inevitables derrotas humanas. Otras, nos envidian o nos celan, quizás por haberles usurpado el territorio, el amor o la vida entera. Les llevamos por dentro; nos asechan por fuera. Y lo peor del caso es que formamos parte de sus tristes existencias. Lo mejor es no invocarles, digo, pues podríamos disturbar sus proyectos inmediatos. En todo caso, más nos valdría aceptar que son eso que no son, pues no cargan ni con culpas ni con méritos. No son ya responsables de sí mismas, mucho menos del vestido que llevamos puesto. No usan nuestras armas, sino otras mucho más perfectas. Desean amar, pero no encuentran la forma de hacerlo. Entonces, pueden llegar a transmitir el delirio de la ira que a veces nos ciega. En fin, estemos atentos ante la alucinación que provocan sus potentes señales. Es que la vida, desde este lado del sendero, no les ha sido benévola y tienen, a falta de amor, sed de sarcasmo. Y aunque arden en ganas de cruzar el puente no pueden hacerlo, pues temen quedar atrapadas por las aguas. Por lo demás, prudencia. Que somos aquellos que aún, bien o mal, pescamos a la luz de un candil muy breve. Y el anzuelo que usamos es corto. Y nuestros pies, descalzos. Y nuestra barca, sin velas y sin remos. Y en la danza de las mariposas en torno al fuego cabe, por qué no, la terrible posibilidad de quemar nuestras alas todavía sin saberlo.