PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




domingo, 27 de enero de 2013

Bufo diálogo sobre EL ERROR.




Por Astarté.
León, España.


– ¿Qué es el error?

El error no es errar, sino repetirlo...

– Pero, ¿qué dices, sabiondo?

– Digo que el error no es decir cuál es el error, sino reiterar en él...

Sigo sin saber qué es el error...

– Bueno, quise decir que el error es dejar de saber cuál es el error para seguirlo cometiendo...

¿Bromeas?

– En fin, que el error es continuar en el error sin buscar salir de él...

Me voy por whisky, que es mejor...

– ¡Oh, no! No te vayas, ni por wisky, ni por  soda. Cometerás un error.

Pero, al menos, lo cometo aunque lo sepa....

– Sí, claro. Que de cuentas se trata y algo es mejor que nada. Algo es mucho mejor que nada...

martes, 22 de enero de 2013

DESDE MI JARDÍN.


Mariano Fortuny (1838-1874): Jardín de la casa de Fortuny (detalle)

Por Astarté.
León, España.


Desde mi jardín veo mi casa. Todos vemos nuestra casa desde el propio jardín, aunque pudierais decirme: ..."Es que yo no tengo jardín... Es que yo no tengo casa..." Sin embargo, algún pajarillo (de esos que revolotean por los árboles) me ha cantado al oído: casa y jardín, eso somos.

Y desde el jardín observamos nuestra casa. En medio de la luz radiante y al aire libre asomamos nuestro cuerpo para buscarnos por dentro. Sucede que, a veces, nuestra casa está a oscuras o en penumbras y no podemos distinguir con claridad lo que en ella ocurre. Y es cuando vemos no más que sombras, siluetas merodeando por oquedades repletas de silencio. Y tememos a lo que no podemos ver. Presos por el pánico, abandonamos de inmediato la ventana abierta y escapamos, nuevamente, al jardín. Otras veces, la luz del sol llega a ser tan fuerte que nos impide distinguir el interior. Llegamos entonces a saber que casa y caverna son una y la misma cosa. Eso es ya bastante.

Puede que, en determinados momentos, nuestra casa nos parezca estar en ruinas. En otros, al contrario, nos parecerá un palacio con habitaciones diferentes unas de otras, con puertas que se abren y se cierran para permitirnos pasar de un ambiente a otro distinto al anterior. Y algo de ello indicará que hemos entrado.

Pero, ¿dónde está nuestra casa y dónde nuestro jardín? Esencia y apariencia... Tal vez sea mucho más que eso. Por ejemplo, mi jardín es verde, pues así lo quiero: VERDE. Y tiene una fuente con peces de colores. A veces nieva, pero sólo a veces. Y el cielo que le sirve de techo es azul. Sin nubes que oculten el tránsito impetuoso de la luz del sol a través del espacio físico visible. Mi casa, sin embargo, es regularmente en planta baja, llena de ventanas de cristal transparente. Así la quiero. Las habitaciones son contiguas aunque tienen fronteras. No excluyo, claro está, la posibilidad de escalones que me lleven hacia habitaciones altas. Pero desde mi jardín (siempre verde, con cielo azul y fuente con peces de colores) la escalera no se ve muy bien. Tengo que acercarme a la ventana. Y la luz del sol, invasora, llega a impedir que le encuentre. Obvio entonces tal percance, e imagino que mi casa puede ser, únicamente, en planta baja. La comodidad me ingiere. 
 


¿Qué sucedería si mi jardín estuviera en penumbras? Probablemente, desde mi jardín podría distinguir mejor mi casa. Me resultaría mucho más fácil observar cada detalle, cada ángulo. Y, claro está, careciendo de destellos de luz que obnubilen mi vista, encontrar la escalera sería casi un juego de niños. Las siluetas que desde la luz veía merodeando las habitaciones, escaparían ante mi presencia. No me quedarían, pues, alternativas al conocimiento desde la oscuridad. ¡Qué divina danza de contrastes! Desde mi jardín puedo hacerlo: descubrirme sin ser descubierta.

  ¿Qué pasaría entonces si desde mi casa observara mi jardín? Verde o con nieve, con el cielo azul o gris, sin fuente de peces de colores o con ella éste sería siempre mi jardín. Que sería lo mismo que decir: el sitio donde recrear soledad, beneplácito o tiempo de silencio. Sendas abiertas al paso. Tierra mojada, quizás... Olor a camino. Espacio a las alas de volar. O, tal vez, mucho más que eso: Simplemente, yo por fuera. Yo  donde otros también  pueden verme, casa de otros que me observan. Yo, casa abierta o cerrada. Oscura o luminosa. Yo, casa de mí misma y de mi alteridad. desde mi jardín.

martes, 15 de enero de 2013

HASTA QUE TE HARTES...





Por Astarté.
León, España.


   El colchón levantado y la ventana abierta. Te levantas y quieres arreglar el cuarto. Y todo porque quieres y basta. Pero los cuartos no tienen arreglo. Y tú, Maricusa, caliéntame un poco de café y no barras más la casa, que las casas tampoco tienen arreglo. Ven y pásame la mano por la espalda, tócame las piernas. Juega conmigo, Maricusa. Y tráeme un poco de café, anda...  No sigas jodiendo con eso de limpiar el baño, que los baños no tienen arreglo. Mira niña, mejor quítate el ropón. ¡Quítatelo! Y también las braguitas para verte el coño cuando me despierte. Y deja la escoba y la ropa sucia, Maricusa. Que la ropa no tiene arreglo. Ve al salón y tráeme el cenicero, que quiero fumar con el café. Date prisa, por favor. Y deja las zapatillas allí.  Ven descalza, que quiero verte simple, Maricusa. Yo te haré gozar hasta que te hartes. Y si no te hartas, te haré gozar hasta que quieras hartarte. Y si no quieres hartarte, te haré gozar hasta que me harte. No me hagas esperar, ¡ven ya! Y deja de dar vueltas y más vueltas por todas partes. Que tu puesto está aquí, Maricusa, contigo misma, conmigo, con lo unidas que estamos cuando comprendemos que no existe otro espacio que no sea el propio trillo matinal en este perfecto recorrido astral hacia el centro del orgasmo. Te veo. Me veo. Y soy feliz.

domingo, 13 de enero de 2013

Filosofando: el “poderoso” lenguaje de las prendas.




Por Astarté.
León, España.


Mirándome al espejo acabo de “descubrir” que llevo prendas en casi todo el cuerpo. Habría tenido pocos días de vida cuando me perforaron los lóbulos de las orejas para engancharme mis primeros pendientes. Y los pendientes fueron el inicio de mi intimidad con otros elementos que, poco a poco y “gracias” a la herencia cultural (adquirida y luego transmitida) devinieron “imprescindibles” para el porte y el aspecto de una criatura que abría sus ojos al mundo (importante saber en cuál de los mundos abrimos los ojos): cadenitas de oro o de plata, alfileres con azabaches u otras piedras que sirven para proteger contra “mal de ojo” o “mala suerte”, medallas con inscripciones (por ejemplo, con las iniciales del nombre), símbolos religiosos o afectivos grabados en los dijes, etc. comenzaron a participar en la elaboración de “la marca” del individuo que apenas nacía, sin que éste pudiese controlar este proceso de “etiquetaje personal” predefinido.

Independientemente de sexo, época o cultura, la mayoría de los seres humanos nacidos en nuestro planeta viene sometida, desde edades tempranas, al poderoso “lenguaje de las prendas”. ¿Gusto estético?, ¿arte?, ¿dogma?, ¿sentido de poder social o de potencia? Todo eso, claro está. Creo, sin embargo, que nuestra adicción a usar prendas como don (entre humano y divino) forma parte, de antemano, de un programa de control en el que nuestro ego juega el rol de “víctima” imprescindible.

Si ahondamos un poco en el asunto de “lo que nos dicen” las prendas que usamos nos llevaríamos, probablemente, la sorpresa de conocer lo propensos que somos a “encanalarnos” y a “clasificarnos” en especies, categorías y series a partir de parámetros prefijados. En una sociedad como la occidental, por ejemplo, resultaría del todo “raro” que a un varoncito recién-nacido se le perforara los lóbulos para ponerle pendientes, aunque se sepa que usar pendientes es para él una posibilidad que cabe del todo en su vida personal futura. De igual modo, las alianzas de esponsales no irían jamás al dedo de un bebé, no obstante quepa la posibilidad de que esta personita llegue, un buen día, a casarse delante de un altar con todas las de la ley.

Me abstraigo ahora de todo lo escrito anteriormente para mirarme, una vez más, a este espejo que llevo conmigo. Entonces, al ver mis joyas, me siento poseer todo lo que a veces me puede llegar a faltar: seguridad, coraje, belleza, posición social, sentido de poder... Y es que, en general, estamos convencidos de que nuestro cuello puede ser bello y sensual, pero de que, con un collar, lo sería aún mucho más. Así mismo, cambiamos nuestra imagen, midiendo la necesidad de llevarnos puesto esto o aquello según la ocasión. En todo caso, la “importancia” de la prenda en uso deberá corresponder a la importancia del acontecimiento. Hablo, por supuesto, también de las prendas de vestir y de calzar, así como de cualquier accesorio que agreguemos a la visión que tenemos de nosotros mismos: a falta de dominio sobre el prójimo, en ciertas ocasiones, la prepotencia que tendemos a ejercer sobre Madre-Natura tiene que ver con la asimilación corporal de objetos naturales. La “civilización” se vuelve, en tal caso, diametralmente opuesta a la naturaleza: más “natural” es la prenda que poseemos, más legítimo será el poder que ejercemos sobre ella. Pieles de visón o armiño; pulseras de diamantes; bolsos de cocodrilo, estatuas de marfil... La naturaleza “plegada” y agregada, como objeto, a la más personalizada proyección social de nuestro ser, fiel demostración de autoridad, equivocada sensación de llegar a ser físicamente eternos. Claro que, a pesar de pensar en todo ello, no renunciaré a mis prendas. ¿Cinismo?

viernes, 4 de enero de 2013

DESDOBLAMIENTO.




Por Astarté.
León, España.


La pobre. Apenas logra distinguir entre el humo y la luz. Su andamiaje muscular quedó flotando en las exigencias de la mujer que fuera un día. Y ahora aguarda, distanciada en la melodía de los gorriones que trinan de felicidad en el árbol del patio. Como la ceniza, una gama de colores no rebasan las distintas tonalidades del gris y “ella” divaga. En verdad, es que no sabe a qué atenerse, de la misma manera en que no sabe cuántas horas marca el reloj. Y lo peor de todo es que nadie se percata de que aún existe, que está aquí, aunque lánguida y colmada de malos augurios. La ceniza de su cuerpo vuela entre el gris y el otoño de un país doméstico. Y el carcomido cestito del pan tejido a dos manos en mimbre está ahora vacío.

Cuento su historia en dos líneas: Querían hasta quemarla viva por rebelde. Y “nosotros” nada podíamos hacer contra tanta rebeldía. Le decíamos: ¡Oye, niña, deja eso...! Mira que te están cazando la pelea... Pero “ella” hacía como si no escuchase a los demás. Y al final, fue expulsada. Ahora anda toscamente vestida con ese atuendo de lienzo gris oscuro que llega a confundirse con el humo de su propia hoguera.

En pocas palabras: tuvo que firmar que había enloquecido sin más ni más.
¿Cómo era aquel país de antes? Tampoco lo recuerda. Pero “nosotros” sí, porque todavía nos queda, al menos, la memoria. El problema es que a “ella” le dieron golpes eléctricos en la cabeza para hacerle olvidar quien era. Y al final y por muchas vueltas que le quieran dar al asunto, lo suyo fue deportación forzosa. Claro, esta noticia sale solamente en los periódicos llamados “reaccionarios”. Y sabemos que la deportación va contra las leyes del derecho internacional (también lo saben “ellos”, aunque prefieran callar). “Ella”, la pobre... “¡la pobre!”... Así la llaman todos desde que ocurrió aquel trágico suceso. Por suerte, a “ella” ya no le importa que la llamen “pobre”. Se contenta con mirar los gorriones que cantan Yellow Submarine colgados de sus patitas en las ramas del árbol. Es otro país éste. Y “ella” no es quien antes era. Ahora lleva una chapa en el cuello con la inscripción de un recinto llamado sanatorio. También le han cortado el pelo, dicen que por los piojos.

Aquel país que dejó atrás era como un teatro de marionetas. Había una sábana blanca como telón de fondo, una bandera y una plaza por donde la gente marchaba con otras banderas en las manos. Era un país lleno de banderas. Y se escuchaban ruidos extraños, sobre todo cuando comenzaba el himno, a la hora en la que “ellos” devenían hambrientos y desesperados. Pero “ella”, que era ingenua, los animaba a pelear. Y trataba de demostrarles que una calle no es otra cosa que la distancia más corta entre dos puntos. Por eso, quienes querían decir que una calle era solamente un trozo de asfalto, se quedaron perplejos y no pudieron tolerar que “ella” se llenara de valor y emprendiera camino en un solo pie sobre la línea recta del juego de mosaicos. Tomaron el teléfono en la mano y notificaron el delito. Al rato, llegaron los otros, los de inmigración. En un artefacto blanco y alargado parecido a un tranvía. Le entisaron el cuerpo con esparadrapo y la subieron al carro. Y luego, “ella” sintió cómo se elevaba hasta tocar las nubes.

Bueno, ¿y “nosotros” ¿quiénes somos? Ésta quizás sea otra historia aunque no lo parezca. Y es que no somos lo mismo que “ella”. “Ella” es “la pobre”. “Nosotros” somos “eso”. Y no nos cansamos de abrir los ventanales, ni de subir los peldaños del cadalso a contraluz. No portamos documentación, ni tampoco preferimos un espacio habitual en la tele. No somos defensores de una u otra teoría filosófica. Somos simplemente “eso”: “eso que somos”. Y “somos” porque ya “no estamos”. A veces nos asaltan viejas dudas, por ejemplo, cómo empezar de nuevo. O cómo cruzar las calles sin que “ellos” nos vean. Claro, tenemos a nuestro favor el hecho de que nadie nos confunde con “ellos” y de que no nos deportaron a ningún sitio. Y es que “nosotros” nos fuimos por libre decisión. Hoy estamos aquí reunidos para visitar a “la pobre”. Porque sabemos que está muy sola. Que un buen día emigró involuntariamente y que en este país en el que ahora vive todo se olvida. “Nosotros”, sin embargo, no olvidamos que “ella” existió alguna vez. Y por eso llegamos en su ayuda cada domingo. Para recordarle que, aunque sea entre corchetes, está viva. Que lo de las canciones bajo la escalera, lo del cambio de identidad y la posterior transformación en ratón de laboratorio... Que lo de los papalotes lanzados sobre las olas y lo de los cristales rotos ... Todo “eso”, querida, no fue un sueño.

Por último, es nuestro deber en esta historia hablar de “ellos”. Y es que no hay nada más fácil que enumerar los rasgos que conforman esas caras abofadas, degeneradas, pétreas. No hay cerebro bajo esos cascos craneanos. “Ellos” se creen suficientes dentro de su insuficiencia. Son quienes pueden trastocar de un solo plumazo una época. No se fían de los demás, es decir, de “nosotros”, pues en el fondo nos temen. Saben que sin anécdotas pasadas “ellos” no son más que un sueño de una noche de verano. Tienden a ser aburridos y carentes de gracia. Son reiterativos, aunque no les importa. Lo único que les incumbe es la propiedad de la fuerza. Porque sin la fuerza las cosas no ocuparían jamás su lugar en el espacio. Han cambiado la física y la geografía humana. Han alterado el orden y el progreso. Y si por “ellos” fuera, no quedaría ninguno, ni como “ella”, ni como “nosotros”, en pie sobre la faz de la tierra. Nos deportarían a todos y nos harían pasar por emigrantes mentales (como hicieron con “ella”).

Claro, “nosotros”, que somos “eso” porque ya no estamos, no la dejaremos sola. No la abandonaremos a su suerte, a pesar de que “ellos” se empeñen en hacerle olvidar quién es y de dónde vino. Pues aquí, firmes como un mástil nos erguimos, fuertes e intangibles, los recuerdos. Para decirle a “ella”, fábula del tiempo, realidad que está por venir, que no claudique. Que mire hacia adelante. Que escriba la historia en la que “ellos” no serán más que pobres y por siempre gobernadores de las tinieblas.

lunes, 17 de diciembre de 2012

Breve fábula de la cortina.




Por Astarté.
León, España.


    Mi vanidad nació junto a mi memoria. Y olvidando a mi memoria, di un nombre a mi vanidad, por si acaso algún día quería irse de mi lado a caminar por esos sitios de Dios. Al menos, los que la viesen pasar por ahí podrían reconocerla. El caso es que salió, al parecer, una tarde sin mí. Y al volver a casa se sentó de frente al mar, apoyada en la ventana del salón, con un trozo de encaje entre sus  manos. Y me dijo: Me gusta el color rosa. Es de niñas. Y mi vestido tiene que llevar lazos y cordones. Como una cortina. Y es que desde que lo vio en el catálogo no tuvo ojos, más que para aquel retazo de encaje. La ventana que daba al mar tenía un vitral transparente, demasiado transparente. Y entraba demasiada luz en el salón, demasiada... Tanta que cegaba. Necesitaba, pues, una cortina esa ventana. Y de encaje. Porque de encaje visten las novias y las reinas. Nada, que ésta es, en fin, la breve fábula de la cortina. Y dice así: Mi vanidad echó a andar sin mí una tarde de mayo. Y al volver, envolvió su menudo cuerpo, usando sus propias manos, en un retazo de encaje color rosa. Y después, se apoyó en el alféizar de la ventana del salón, de frente al mar. Y allí quedó. Atrapada para siempre. Como mi memoria.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Una ciudad: el vacío en el espacio del tiempo.





 Por Astarté.
León, España.


Diciembre de 2011. Entre luces y sombras, como enjambre de plasticidad, la bella Budapest giraba en la plenitud de sus espacios vacíos, esos que no dan prisa a los ojos del caminante. Sin querer, descubrí sitios de transeúntes, al parecer, llenos de vida pero calcificados, en fin... Y todo ello hizo que naciese en mí la necesidad de reproducir mis impresiones más chocantes, por eso del revivir lo extraño que no llegamos a alcanzar jamás sensorialmente. Quiero describir, entonces, una ciudad raramente húmeda, con calles medio vacías en días de fiesta y la soledad de dimensiones otrora espléndidas, pero hoy cargadas del taedium de agresivos visitantes que nada piden, porque nada quieren. Quiero decir que vi jóvenes sedientos de conquistas (esas no alternativas a la realidad del consumo), perdidos en una cierta obsesión por saltar el límite de lo posible. Y ancianos repletos de la nostalgia del viejo sistema, aquel que daba un fardo de harina a cambio de principios escasos de ambiciones. 
 
En fin, quiero decir que vi gente, no sólo turistas. Los turistas pertenecemos a otra categoría que nos aparta de la complejidad vital de las ciudades que visitamos. Quiero decir que vi, además, un caudaloso río, artificialmente iluminado de noche, brumoso en sus días hasta decir no más. Y que vi el paso del tiempo en la inmensidad de una iglesia, la más visible desde Buda hasta donde llega la vista del observador, hoy dedicada a conciertos. Pero, sobre todo, vi el halo del pasar del tiempo, desde un ya lejano 1990 hasta el sol de hoy. Y me pregunto qué ha sido del alma de Budapest, de sus pulsaciones más elementales, aquellas que hacían vibrar la opulenta ciudad de las dos orillas cuando predominaba el aire de los cambios políticos. Aquella que vi y que ahora no encuentro porque el tiempo pasa y nada deja del ayer, a no ser recuerdos. Yo, que vengo de todas partes, que siendo hormiga llevo mi carga a cuestas para no perecer, rindo  tributo al vacío de mis propios espejismos, resumidos, tal vez, en una búsqueda estética personalizada, no del todo definida. Y os dejo estas fotografías, que algo dicen por sí mismas de una ciudad de contrastes: Budapest, entre oquedades y multitud de visitantes; estos siempre regresan a sus casas con souvenirs y percepciones varias. La bella y enigmática Budapest, una ciudad que no sabe a dónde va. Ir y venir por espacios de bruma y vacío: buena razón de ser.  Al final, todas las ciudades se parecen.