PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




lunes, 12 de enero de 2015

Una mujer, un hombre.




Por Astarté.
León, España.


Una mujer es la otra cara de las circunstancias. Él, que era un hombre (como indica el uso del pronombre personal masculino), estaba sentado en un parque, leyendo un diario de esos súper-tediosos, palabras de ella. Y ella caminaba por la calle de aquel boulevard, distraída, mirando los escaparates repletos de todo tipo de atuendos en tiempo de rebajas, perdiendo tiempo y alimentando su vanidad, palabras de él. El hombre, sin embargo, no la perdía de vista, hasta el punto de levantarse de su banco de lectura y seguirla a corto paso, sin que ella lo supiese, por supuesto. La mujer, por ser la otra cara de las circunstancias, no reparaba en su admirador anónimo, el cual tenía nombre, edad y domicilio, aunque ella no estuviese interesada en el tema (por el momento). Ella continuaba, simplemente, anonadada, bajo hipnosis consumista. Por favor, ¿me podría usted decir la hora?, él la abordó con esa pregunta gastada y carente de fantasía, la que todos, o casi todos hacen cuando quieren ligar por la calle. Y ella, sin renunciar al jersey color azul-marino, ése que había soñado tener ansiosamente veinticuatro horas antes, le miró de refilón (no está nada mal el tío, pensó a la velocidad de la luz...) y le respondió: Son las seis menos cuarto cuando, en realidad, no pasaban de las cinco y media. Para ella era temprano. Para él, tarde. A las seis comenzaba el partido de fútbol. Y a las ocho y media cerraban las tiendas. Ella contaba con mucho más tiempo y tenía aún varias horas para decidir qué comprar. Él, sin embargo, corría con prisa, poco tiempo tenía para invitarla a un café y estar en punto para ver el partido. Pero quién puede saber, a ciencia cierta, si renunciando al Madrid-Barcelona ella renuncie a  endosar un vestido tras otro, pensó el hombre. Habría que probar. Habría que hacer, al menos, el intento. Entonces, él tomó el móvil y envió un whatsapp a su círculo de amigotes del bar, avisándoles que, posiblemente, llegaría tarde. Y la abordó: Hola, me llamo ... (La mujer no comprendió muy bien cómo se llamaba. En el preciso instante en el que él se presentaba, ella estaba bajo los efectos del terciopelo negro de un bolso de noche...). No obstante, y sin perder un ápice del cosquilleo al tacto con el terciopelo, le extendió su mano: Mucho gusto, respondió. Nada más que eso para que él comprendiera que aquella mujer, la otra cara de las circunstancias, le acompañaría a beber el café-pretexto y a charlar durante el resto de la tarde. Y que, tal vez, saldrían juntos el fin de semana. Y luego quién sabe., ya se ocuparía de nuevo de quedar con los amigos... Y ella, que no tenía deseos de comprender absolutamente nada, fue con aquel hombre, tan galán, a tomar el café. En su mente brillaba la idea de estrenar el bolso de noche y el jersey azul marino, quién sabe cuándo. Sin dudas, en su compañía.


jueves, 8 de enero de 2015

Filosofando: Breves apuntes sobre la memoria.



Por Astarté.
León, España.


El derecho natural a la memoria es algo que debemos conquistar por nosotros mismos. Y digo memoria para referirme, no ya a los recuerdos que con frecuencia nos asaltan como saqueadores de camino. No. El derecho a conquistar nuestra más legítima memoria es una condición que apenas explotamos por no saber cómo.

Hace poco me remonté en un vuelo mental hacia aquel territorio de la niñez en el cual almacenaba cajas de juguetes, muchos de estos perdidos, otros regalados. Ya sabes, para muchos, al crecer una de las cuestiones más difíciles de resolver es ésa de qué hacer con los juguetes y a quién darlos... A quién que los sepa querer como los quisimos. Alguien aparece, por supuesto. Pero en esos instantes de nuestra vida, el egoísmo, amarrándonos a un poste de negaciones, nos aparta del camino hacia la memoria. Específicamente, de todos mis juguetes queridos, lamento no poder recordar dónde fue a terminar sus días aquella muñeca llamada Lidia. Mi apego material a ella estaba tan arraigado en el espíritu de la posesión que no me permitía dejarla irse hacia la luz. Pero no es esto lo más importante. Decía que hace poco me remonté, mentalmente, hacia un rincón de mi niñez repleto de cajas de juguetes. Era un armario empotrado en la pared de mi habitación. No sé por qué los armarios empotrados me atraían, sobre todo cuando pernoctaba en algún hotel junto a mis padres. Entonces, me encerraba en ellos a cal y canto. En el caso de la habitación de un hotel, llegaba a creer que aquel encierro voluntario era una salida hacia afuera, cuando tomando el ascensor (que en este caso era el armario) por mi cuenta decidía bajar al lobby del hotel sin ningún tipo de custodia familiar. Representaba, claro está, un juego, una especie de liberación, un viaje al mundo de los adultos. Pero luego, cuando volvía a casa y me encerraba en el armario de los juguetes, completamente a oscuras... voluntariamente a oscuras... Ahora que pienso en ello, era algo así como la búsqueda de mi memoria ancestral. Algo así como regresar al útero materno donde reina el silencio. Probablemente, para reencontrarme con un proyecto de vida, previamente establecido por mí misma antes de nacer. Lo que me impulsaba a hacerlo no lo sé, aunque hoy en día puedo imaginarlo. Sé, sin embargo, que a finales de este verano, en mi regreso al armario de los juguetes, volvieron a mí (o yo volví a ellas...) imágenes vivas: aquella ventana recibiendo el sol de la mañana, el muro bajo limitando nuestra casa con la del vecino, las ramas del árbol de mango cayendo del otro lado del estrecho patio exterior... Y pude verlo todo desde arriba. En vuelo. Para volver, una vez más, a la oscuridad de aquel armario que olía a humedad por dentro.


Y bien, ¿a qué se debe entonces toda esta remembranza actual? Tal vez, será que la conquista de la memoria es un acto atemporal. Y que ésta no se reduce a los recuerdos del ego enfurecido o enaltecido, despiadado o caritativo, buscador de fuertes emociones. No. Para conquistar la memoria, quizás, debemos desear el regreso a nuestros armarios oscuros, en los cuales reina el silencio y donde la luz es sombra. La sombra y el silencio que ayuden a no recordar simplemente, sino a entrar en el mundo del recuerdo.  Alguna fuerza personal, un elemento de nuestra energía nos propone regresar a la memoria. Lo más difícil es darnos cuenta de ello. Personalmente, deseo llegar a saber si me he dado cuenta de algo y si mi viaje retrospectivo a aquel lugar de la niñez no ha sido, solamente, otro de los juegos de la mente.

domingo, 28 de diciembre de 2014

¡Feliz Año Nuevo!
















A mis amigos y lectores.

Sentados en nuestra mesa, que es “nuestra” porque es “la de cada día”. En este rincón donde nos tomamos las manos a través de una red invisible... En esta plaza virtual, alcemos nuestras copas para brindar por nosotros. Buen brindis éste:

Que las dificultades cotidianas no sean barrera para alcanzar nuestras metas.
Que la memoria sea la mejor aleada y no una enemiga traidora, almacén de recuerdos estériles.
Que la inteligencia nos abra el camino hacia la serenidad y la paz.
Que el tiempo, al pasar, nos lleve a escalar los surcos del arco-iris de la sabiduría y el progreso.
Que seamos felices a pesar de nuestros errores y carencias.
Que seamos siempre capaces de transmitir amor.

A mis amigos y lectores, desde esta página de LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA, os deseo un 2015 pleno de espíritu de renovación y de logros personales.


Astarté.

Diciembre de 2014 - Enero de 2015.

lunes, 15 de diciembre de 2014

Vuela (Vola). Homenaje a Mia Martini.



Por Astarté.
León, España.

Miro atentamente la imagen de mí misma en un espejo de muecas, gestos, espasmos... Veo, irremediablemente, que se trata no de mí, sino de la mismísima vida que vuela y vuela. No soy capaz de sujetarla con mis manos. Siempre escapa. Y me pregunto a dónde va. Entonces decido andar sin rumbo. Observo mi entorno y veo gente que alucina. Quedo boquiabierta. No por la vida en sí, sino por mí misma. Por lo irremediable de esta forma extraña de ver imágenes que van y regresan a través del espejo. Y al final, qué más da. Puedo aún usar el sentido de la vista para ver lo que no quiero y tomarlo como mérito o como recompensa por conservar la lucidez, a pesar del humo. Fueron sus últimas palabras. Y luego marchó, sabrá Dios a dónde. En el camino se pierden hasta las huellas, por no decir el rumbo. 

jueves, 4 de diciembre de 2014

La supervivencia.




       


Por Astarté.
León, España.

Era aquél un sendero de arena por donde se arrastraba una babosa, una de ésas que a menudo encontramos pegadas a un muro. De cómo el animalito había llegado hasta aquella vereda de playa, bueno, éste es un misterio como tantos otros. Lo cierto es que estaba allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. Extraño. Sí. Demasiado raro como para no buscarle explicaciones, por absurdas que éstas puedan ser. ¿Una especie de molusco de mar arrastrado hacia  la orilla por alguna ola? No. ¿Tal vez, la metamorfosis de una babosa de tierra, consecuencia de algún experimento o algo así? Tampoco. ¿Un híbrido, mitad almeja - mitad babosa?...Y bien, nada mejor que suponer que alguien había transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los límites de su hábitad natural. Alguien con ideas sádicas y corazón de piedra. Probablemente, un torturador frustrado. O no. Quizás, alguien por error: el bicho, escondido entre las toallas del bañista, en el interior de algún bolso playero, caído allí, casualmente... Lo cierto es que el molusco –podemos pensar que estaría alucinando– aparecía, como por arte de magia, en el estrecho pasaje de arena. Y a duras penas se arrastraba. Sí. Siempre adelante. Cargándose de fuerza positiva, sin desistir en su empeño. Opción de lucha, seguramente envidiada por cualquier ejemplar del género humano. Yendo adelante, como aguerrido combatiente en plena batalla y en medio de un campo minado. ¿Qué cómo producía el moco para arrastrase? Difícil de explicar. Aún así, seguía adelante.

Era mediodía y el sol comenzaba a quemar. La temperatura de treinta grados, más o menos. El mar, todavía distante (a razón de cincuenta metros la orilla) no cubría el margen suficiente como para poder mantener la humedad en la superficie del suelo arenoso, a tanta distancia de donde yacía la babosa. Sólo un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito. (Quizá ello sería su salvación, aunque terminase enganchado a una rama espinosa. Moriría, al menos, dignamente. Y no sobre la arena como vaina de haba seca...). Un cangrejillo de mar, que a la sazón emergía de su cueva, se desplazó con paso frenético hacia el punto en el cual la babosa persistía en arrastrarse aún. Tropezó con ella y desvió su marcha en dirección a la orilla. Entretanto, el suplicio del pequeño molusco de tierra duraba ya casi una hora. ¿Cómo resistía? Un misterio como tantos. A paso lento. Imperceptible, contrastando su agonía con el brillo de una concha que resplandecía allí, a pocos centímetros de su angustiosa imagen. Claro, llegar a la concha sería una gran oportunidad para sobrevivir, al menos, hasta alcanzar una muerte digna. En cama de nácar. Su salvación a una distancia que representaba millones de años luz. Aun así, nada se interpondría entre su energía mortal y la preciosa meta. Su cuerpecillo, a rastras, se esforzaría por sobrevivir. Algo de magia era imprescindible, por supuesto. Algo de magia... Cuando de repente, el agobiante sol se ocultó tras un nubarrón de esos grises y oscuros. El olor de la lluvia que estaba por caer se tornó intenso (ello indicaba la inminencia de algún chaparrón). Y el viento, por su parte, alzó diminutas crestas en el mar, transformando la anterior apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con señales de lluvia, mezcla de salitre y hierba en el aire... el hálito del monte no tan lejano... el sonido del cantar de pájaros. El monte no estaba tan distante. Algo de magia había en ese olor de crustáceos y madera. Todo mezclado. O mejor aún, olor a mar y a resina que brota del tronco de las casuarinas silvestres. El monte no estaba tan distante. Algo de magia era imprescindible. Y la magia se realizó cuando cayó la lluvia.

La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta. En poco tiempo, al llover, la arena se tornó húmeda y compacta como la tierra. Y la pequeña concha, que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada por un hilo de agua que le sirvió de canal entre la arena, llegó al pie del molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser, salido del milagro que fuera la canción de la entera Natura, abordó la barcaza de socorro. Para luego seguir adelante, ahora dejándose llevar por el viento a través del riachuelo mágicamente construido. Navegando a lomos de su tenacidad, quién sabe si hasta llegar al mismísimo monte. 

sábado, 8 de noviembre de 2014

Me estoy acostumbrando.



Por Astarté.
León, España.
  
Me estoy acostumbrando a quedarme sin ideas inmediatas, de ésas que resuelven situaciones o que, como dicen por ahí, “las salvan”. Estoy comenzando a aceptar ser un cuerpo hambriento devorado por el tiempo y una mente que no siempre desea “atreverse a tal o a cual” por estar, quién sabe, algo cansada. O mejor dicho, hastiada a causa de la noria comunicativa del día a día. Será por eso que la sorpresa o la vergüenza van dejando de tener un sitio privilegiado en el taller de mis emociones. Eso sí, me sorprendo a veces de mí misma. Y me lleno de un temor incontrolable cuando tomo acto de conciencia al reconocer que nunca nada es como fue, ni siquiera yo. O mejor dicho, sobre todo yo.

De mis amigos, mis fotos y mis libros; todo esto va quedando en un archivo sagrado que de vez en cuando abro y miro. Algunas veces sueño con ellos; otras, con recuerdos. Y me doy cuenta de haber perdido más de la mitad del entusiasmo por las novedades (la ventaja es que puedo caminar entre paredes y creer que es ése el entero universo). Por otra parte, y como alternativa, he perfeccionado el gusto por las cosas simples y por otras que tanto no lo son. No sabría, por ejemplo, qué hacer si me faltara mi fuerte y necesario deseo de colar café al despertar cada día. Bello es cada amanecer y todo lo que trae el sol. También yo. Pues me considero especialmente bella aunque en ocasiones piense lo contrario (por si acaso, puedo siempre sacarle partido a la ironía).

Y al final, hablando de los planetas más cercanos a mí; es decir, de ti y de todos los que como yo van y vienen por las infinitas carreteras del espacio-tiempo sonriendo y llamándose geniales... De los charlatanes que lo son y no lo saben y hablan y dicen lo que en desiderativo ambicionan ser... De los que hoy te besan y mañana te olvidan... Nada, que me estoy acostumbrando a no ser una excepción y a saber que, en realidad, nunca he lo he sido. Y esta sensación comparable con un parto al revés me libra, poco a poco, de ese material pesado y gris que llevo a cuestas. El camino se vuelve cada vez más simple. Claro está, sin renunciar a los vivos colores que me da la luz o al sabor del vino. Aprender a vivir feliz en días oscuros y a beber agua en deslumbrantes noches de fiesta me hace aún creer que hay océanos bajo la arena del desierto. Porque, de otra forma, los bicharracos y hierbajos que allí crecen no serían en la tierra testimonio de vida.



sábado, 1 de noviembre de 2014

Playas.






Por Astarté.
León, España.


Una vez soñé que escalaba una alta montaña
y en la altura encontré una playa desierta
donde yacía, encallada, una barca.
Algún día estuvo allí un pescador
(hoy, quizá, hombre viejo y solitario).
Vuelvo a deshojar las páginas del sueño.
El pescador me alienta a caminar descalza 
y a bajar por la cuesta. Entonces presiento
que las playas que amé son siempre las mismas
y que estas que amo son eternas.
Nada cambia en el paisaje entre tierra y cielo.

Una vez soñé que escalaba una alta montaña...