PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




viernes, 19 de junio de 2015

El ciclo de la piel.

Por Astarté.
León, España.

(A veces pensamos que nada debemos a la piel cuando nada somos sin ella).

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  La piel que me cubre es la misma que respira y que llora y come y bebe en el ciclo de las estaciones. Bajo el sol, en su campo de verano, quema. Se repleta de estrías para anunciar el devenir del tiempo. Observo el movimiento de sus poros que se abren y se cierran cuan boquitas que muerden.

VERANO
Sus dientes roen mi corteza que arde como leña al fuego. 

Y cuando ya no puede más de tanto mordisquear; cuando el cuerpo y el alma y el calor la hartan, inicia el otoño. Rojo, amarillo, transparente como es no dice demasiado. Pero ella (la piel) sabe exactamente cuando llega. Su irrebatible intuición lo percibe en forma de conos coloreados por el ámbar cual país de seres mitológicos. Así, se adentra en ese territorio. Sus poros penetran el camino y entran en el bosque donde hay un banco vacío que la aguarda. Y cansada como está (el verano ha sido largo), permanece allí, solitaria aunque hambrienta.
OTOÑO
 (Esta vez, sueña con comer castañas...). 

Y cuando se harta del satén amarillento cosquilleando la tierra se va todavía más lejos. Abriéndose paso entre las ramas, bosque adentro, atraviesa el hilo de su superficie. Y la luz, que ahora es tenue, anticipa la llegada del invierno. Ya los rayos del sol no la queman ni seducen. Pero el blanco color de la marea de pinos la atrae como canto de sirenas. Sumergida en el tenue resplandor juega a ser todo lo que sabe ser. Dulce, agazapada en su campo de lana de ovejas, atiza el fuego. Sus brazos se abren, cierran las ventanas y las puertas del hogar. Se estrecha en su raíz profunda; sus poros se reducen. Canta villancicos en diciembre y canciones de mar en febrero con los pescadores. Se lanza al océano de su simplicidad y como ramo de flores brota otra vez...



INVIERNO











Y después, borracha de tanto inhalar el aroma de la primavera, desnuda en su campo de amapolas duerme para despertar de nuevo.


PRIMAVERA

lunes, 15 de junio de 2015

Monólogo detrás de la cortina.


Por Astarté.
León, España.

   (¡Ja ja ja ja ja!)... Sin que se dieran cuenta, me escurrí. No por gusto me siento siempre en la última fila. La puerta había quedado entreabierta y... ¡zum! Volé hacia fuera como una mosca. (Esos bichos entran y salen de las habitaciones a una velocidad increíble...). De antemano, había calculado escapar en la segunda parte del espectáculo, cuando el venerable fanfarrón entrara de la reunión en el bar con sus semejantes, se acomodara de nuevo en el podio de los idiotas y reiniciara su discurso. Sí. No es necesario que me digas que estoy hecha una bocazas y que, de cuatro palabras que digo, tres son ofensivas. Ya lo sé. Y ahora tú, ¡mírate! ¿Qué ves? Porque, si deseas saber qué veo yo, te diré que... ¡nada! ¡Absolutamente, nada! O sí. Veo algo así, más o menos, como si fuera un espectro de persona que se mantiene en pie para salir a escena. Sin embargo, cada vez que puedo, escapo. (Creo que me están cazando la pelea. Ellos saben que me escurro por la puerta entreabierta. En lo adelante, debo andar con pies de plomo...). Y cerró la cortina. Se quitó la peluca. Su cráneo era blanco y liso. En su cara quedaban aún restos de maquillaje. Era domingo, día de visitas de parientes. Aquellos que le quedaban y que iban, de vez en cuando, a verla. 

miércoles, 3 de junio de 2015

Tres historias de remos.



Un barco naufragado, obra de Carlos Haes (1883).




Por Astarté.
León, España.


Te quiero contar, hijo mío, la historia de una vieja barca anclada en la orilla.Poco decía de grandes viajes, pues era muy pequeña. Las olas lamían su armazón de madera corroída, absorbiendo todo lo que de bosque quedaba en ella. Sin remos, mutilada, ofrecía lo último de sus fuerzas por quedarse allí, ligada al pedazo de hierro del cual se sostenía (como se sostiene un cuadro de un clavo en la pared). A duras penas, se alimentaba del salitre y del olor a peces podridos, esos que la resaca arroja sobre el margen de las playas. Y nada más. Su dueño, pescador de grandes metas nunca realizadas, la había dejado abandonada cuando supo que el cáncer llegaba a su fase terminal. Y muerto el hombre, quedó solamente la barca en un enjambre de silencio. Quiero que sepas, además, que fue mi padre quien me enseñó a tirar un bote hacia adelante en medio de la laguna. Creo que remar es un ejercicio espléndido, no obstante la fatiga, claro está. Es como atrapar un líquido viscoso para dejarlo escapar, inmediatamente, a golpe de fuerza. Sientes cuando el agua entra y huye, una vez, dos entre los remos. La barca viaja y vive, cumple su función de vehículo, pero su motor son tus brazos, no lo olvides, hijo mío... ¿Sabes?, te cuento que el hombre, desde que es hombre, ha echado a andar en el ir y venir de las mareas. Un buen día, del tronco de un árbol construyó una vara larga y la hundió en la profundidad del agua hasta tocar el fondo. Y gracias al impulso de sus brazos atravesó ríos, y después cruzó de lado a lado el mar. Y es que el hombre no es otra cosa que una barca de remos, que se va lejos y regresa, llena de peces o con una canasta vacía. A veces, tiene que ir contra corriente. Y en esos momentos, sólo Dios decide si dejarlo o no con energías suficientes para regresar y encender de nuevo la lumbre en su hogar. Y te digo “Dios”, pues no sé qué otra cosa decir. Pero bueno, te contaba la historia de la vieja barca abandonada en la orilla. No siempre fue vieja y no siempre estuvo allí, ligada por una cuerda...
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El Balandrito, de Joaquín Sorolla (1909)
Mi madre me contaba historias de remos. Ella decía que nosotros, los seres humanos (nos llamaba hombres) éramos como barcas que se abren el paso entre las olas, navegando, a veces, contra corriente. Y que nuestros brazos eran los motores de la navegación. Y tenía razón. Hoy llegué a mi oficina y mi jefe me llamó para anularme el contrato de trabajo, por eso de la crisis, me dijo. Y bien, ahora es que me toca remar, haciendo uso de todas las fuerzas del universo. Tengo mujer y dos hijos; uno de ellos, de la misma edad que tenía yo cuando mi madre me contó un relato sobre una pobre barca abandonada en una orilla. Y ahora debo sacarle partido a esa historia, por desgracia sí. Y es que aquella armazón de palos, olvidada y carcomida por el salitre y el limo, volvió un día a navegar. Ya sin remos, sin pescador, sin esperanzas de regresar se lanzó a vivir la última de sus grandes aventuras. Una tarde de viento, de esas en las que la resaca es fuerte y tira mar adentro cuanta cosa pueda, se quebró la soga que mantenía atada la barca al hierro. Así, por instinto, entre peces y espuma se dejó andar sin prejuicios. Y a sotavento, la corriente la empujó en el sentido opuesto de la costa por dos días y dos noches. Al final, arribó a un islote solitario, salvaje, lleno de palmas. En el sentido opuesto. Sí. Pero llegó a alguna parte, eso al menos. Y yo llegaré a mi casa, no puedo hacer otra cosa. No tengo ya un trabajo y mis remos se han perdido en el fondo de este océano de mierda, al cual le han dado el nombre de crisis. Caminando, por instinto, como barca al fin, llegaré y me haré un café, si todavía queda...
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Niña en la playa, de Joaquín Sorolla (1910).
El día en el que papá perdió el trabajo yo estaba en la escuela. La maestra nos había pedido que escribiéramos una historia cualquiera, cosa difícil. Pero yo me acordé de mi abuela, sabia mujer, la cual decía que para escribir algo bastaba solamente tener una pluma en la mano. Y escribí la historia de unos remos descubiertos en la playa donde siempre íbamos de vacaciones. Abandonados en la arena, como dos brazos abiertos, así me esperaban. Yo no sabía remar. Tenía no más de diez años y era flaquita como un güin. Sabía, sin embargo, que con nuestros brazos amamos y hacemos señales; los policías del tránsito, por ejemplo. Fue entonces que inventé que aquellos remos eran mis brazos. Y que me servían para volar, porque remar era demasiado duro para mí. Y en mi fantasía de diez años tomé los remos y abrí las alas. Y volé y llegué al sol, como ese tal Ícaro de la mitología griega. La diferencia entre mi historia de remos y aquella del hijo de Dédalo estaba en que yo, al final, tocaba el sol con mis brazos sin quemarme. Linda composición; obtuve un premio y todo. Mi padre recuperó su trabajo una semana después, de la misma forma en que la vieja barca regresó a su orilla. Porque desde el islote en el que estaba abandonada, el barlovento la llevó de nuevo a casa. Y yo, ¡qué decir!... Llegué a tocar el sol sin quemarme los brazos. Al parecer, el hombre nació para remar, como decía mi abuela. Es un ejercicio muy fatigoso, pero la condición del instinto lo impone. La vida también lo impone. Eso lo aprendí cuando ese mismo día, al volver de la escuela, encontré una paloma en mi ventana.

domingo, 31 de mayo de 2015

Allí, donde crece la palma, había una vez...


Nota de la autora: Mitología y memorias peregrinas de una isla es el título que he dado a una compilación de cuentos y relatos (reales y fantásticos al mismo tiempo), engranaje de historias en ocasiones alteradas por el recuerdo y la nostalgia, las cuales, en definitiva, no nacen exclusivamente en mi imaginación personal, sino en la memoria colectiva de una comunidad de gnomos perdidos en una dimensión espacio-temporal inversa a la realidad histórica narrada en discursos y textos oficiales. La presente publicación de la Introducción anticipa las claves escondidas en sus páginas. Pues allí, donde crece la palma, esperan y viven los míticos habitantes de Truculandia.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).




Había una vez ... 
(Introducción del texto (inédito) Mitología y memorias peregrinas de una isla, de Rosa Marina González-Quevedo).

Por Astarté
León, España.


La isla en la que nací es larga y estrecha. Está rodeada de otras islas más pequeñas y de cayos. De hecho, es un archipiélago. Desde la altura parece tener la figura de un caimán. Pero, a pesar de su graciosa figurilla plástica en medio del planeta, desde dentro pierde la forma y se convierte en un espacio su-real, en el cual funciona un tiempo también su-real. En fin, un tiempo y un espacio imaginarios. O imaginados, si queremos ser más gentiles y pensar en ella (sigo escribiendo sobre mi isla) como el territorio de lo que bien podría ser y no es. A veces, he llegado a confundirme con su absurdidad (por ejemplo, en esos momentos en los que, por razones de falsa conciencia, creo haber perdido la llamada identidad personal).

Sin embargo, en la existencia física de mi isla hay algo que le permite estar siempre allí. Y ser siempre lo que es. Se trata, pues, de sus efluvios contagiosos. De la energía que expele y absorbe, porque tiene un carisma de la ostia y vibra y suena y grita hasta decir no más. Así, llegar desde afuera crea expectativas, entre ellas, la de suponer que llegamos a un carnaval. No obstante, una vez allí, la idea cambia. Y nos parece que nuestro viaje a la isla ha sido lo mismo que entrar en el estómago de un raro pez de aguas tropicales. Sí. Es igual que ir directo a un sumidero que traga y devuelve lo que ha engullido, como cuando las ballenas exhalan aire en un chorro de agua. En fin, que no sé quién hace más daño a quién, si ella a mí o viceversa. O ambas posibilidades. Lo cierto es que siempre voy y vengo. Aunque, a decir verdad, mi peor viaje hacia ella es con el pensamiento. Simplemente, porque es un viaje que amenaza con un “no-retorno”. Lo cual no significa que, al final, no logre escapar. Para volver. Y luego, volver a escapar.

Todo ello me hace creer que en la geografía de nuestro planeta personal hay puntos neurálgicos que entran y salen, se entrecruzan, formando el circuito (a veces caótico) dentro de un sistema nervioso central. Y aunque a veces lo niego, termino por admitir que, raramente, dejo de viajar hacia uno de esos puntos neurálgicos: el territorio de la memoria nacional, resumida en los recuerdos de la infancia, del barrio, de la escuela, del primer amor, de los huracanes, de los discursos, de las consignas... Es eso lo que no me deja emigrar del todo. Tampoco a ti. (Tú y yo somos la misma persona). Porque esa memoria nos ata a lo que ya no existe. Y nos amarra a lo que, a pesar de no existir, nos ha marcado en manera fenomenal para dejarnos rotas las articulaciones del pensamiento. La memoria (se me antoja denominarla ancestral), que nos vuelca sobre lo que nos hace sonreír, pero que también nos lanza sobre el resentimiento. Porque recordamos (no sé por qué sucede así), en primer lugar, aquello que no nos deja ser libres. No obstante a todo, somos capaces de sobrevivir. Y la supervivencia al recuerdo es dura. Pero posible. 

En estas páginas voy a contar, a través de relatos imaginarios, anécdotas y vivencias que son, al parecer, salidas de una olla de grillos. Así está mi mente. Y aunque no he sido capaz de hilvanar todas y cada una de mis ideas (por encontrarme en territorio del absurdo), he logrado (eso creo al menos) reservarle un puesto a la imagen de un ser lleno de fertilidad; ése resumido en forma de pueblo. O de sub-mundo. O de comunidad de gnomos. Con protagonistas que conducen en coches de papel por las calles del deseo, quizás con cierto aire melodramático, pero siempre buscando una salida del torbellino represivo que les atrapa. Un conglomerado de peregrinos, muchos de los cuales han escapado (otros no) como hormigas bajo los efectos de una bota muy pesada. Por supuesto, nada de especial. Nada que no pueda ser resumido en el movimiento de moléculas de un conglomerado cualquiera.

A veces, pienso que en esa isla en medio del mar no hay confines entre mito y realidad. Esta ha sido la razón de escribir algo acerca de su mitología, al menos, de mitos y leyendas que intento reconstruir a imagen y semejanza de cómo sucedieron algunos acontecimientos. Y, en tal caso, la reconstrucción es a golpe de furtivos recuerdos que interceden el presente como golpes eléctricos.  Ojalá que logre mi propósito de dar forma a algo que no la tiene, de dar rostro a algo que ha perdido el rostro. Porque la gente, en mi isla, ha emigrado. Y la isla está vacía. Allí la gente ha emigrado con el cuerpo, pero, sobre todo, con el alma. Buscando una salida al torbellino represivo que les atrapa.


Había una vez un proyecto de vida. 
Había una vez un calabozo de enormes dimensiones. 
Había una vez un sueño. 
Había una vez un extraño despertar.

lunes, 18 de mayo de 2015

Un día especial.




Por Astarté.
León, España.


A Ivette en su cumpleaños.
 A todos nosotros, los eternos niños.






Amaneció. Siempre amanece.
Sólo que hoy es un día especial.
Un día en el que das caza a la memoria en fuga. Para luego encerrarla por el breve y estrecho espacio de veinticuatro horas.
Encerrar a la memoria. En una urna de vidrio. Y así, poder observarla desde afuera.
Viendo sus transformaciones energéticas.
Viendo cómo se configura una y tantas veces que llegamos a perder la cuenta.
Viendo cómo, desde el otro lado del vidrio, se transfiguran las ideas más remotas.
De todas formas (y a pesar de ser especial), éste no deja de ser un día igual a los demás.
Por tanto, hay que salir.
Ir a lo de siempre.
Andar en el sentido de la monotonía.
Y regresar al punto cero de la imaginación.
Hace veinte años tu hijo era pequeño. Y retozaba en la calle. Mientras tú, rodeada de tanta gente... (¡Cuánta gente había en tu fiesta!)... Acicalada para la ocasión cortabas la tarta de cumpleaños.
(Por cierto, ¿qué habrá sido de toda aquella gente?)
La soledad te abruma.
Y aunque no estás sola, crees lo contrario.
Y es que la opacidad generada por los sueños... Porque han sido muchos los sueños y se han amontonado creando vertederos en tu mente.... Y tanta acumulación de sueños ha tapiado la entrada de la luz... Y la opacidad no te permite ver que no estás sola...
Vuelves a observar la memoria dentro de la urna de vidrio. (Tú la miras desde fuera).
Ésta, ahora, es ámbar. (Antes era rosa).
La memoria ámbar te transporta al tiempo en el que atrapar estrellas con la mano era muy fácil.
Hace cuarenta años preparabas un examen en la universidad.
¡A ver si vienen tiempos mejores!
Sí.
Siempre amanece.
Y cada amanecer es un día especial.
Tu madre... Las trenzas con lazos... Las muñecas... Los patines que nunca supiste usar... La piñata... Los discos de vinilo con canciones infantiles... Todo al alcance de tu mano que deviene cada vez más pequeña.
Una mano con el pequeño anillo que te regaló la abuela.
La memoria se ha tornado azul.
Ahora mismo es azul.
De buenas a primeras.
Azul.
Y las calles, vacías. O, más bien, llenas de otra gente. (Por eso, al parecer, están vacías. Pero no es cierto).
Lo cierto es que hoy es un día especial y hay que celebrarlo.
Como sea.
Pero hay que celebrarlo.
¡Qué aburrimiento!... Te toca reunión. Una de esas asambleas inútiles.
Dejaste la nevera abierta. (Ayer se rompió y está descongelando).
Tuviste que salir a toda prisa para llegar puntual.
Para colmo,  te pisotearon los zapatos (que son nuevos) en la guagua...
¿No era mejor antes, cuando el techo era tan alto que te parecía el cielo?
¿No era mejor antes, cuando el cielo era tan bajo que podías atrapar las estrellas con tu mano?
Un idiota te pide cuentas de tus horas de trabajo. (Es una asamblea. De eso se trata...).
Pero, no obstante la lluvia de imbecilidades... No obstante la nevera rota y los zapatos sucios... No obstante a los no obstante, hoy es un día especial.
Y hay que celebrarlo.
Como sea.
Y para empezar, abres la urna de vidrio y dejas escapar la memoria que se va muy lejos. Donde aún titilan las estrellas.
Y aunque es cierto que la vida está hoy ya mucho más cerca de la luz... Aunque es cierto que el conteo regresivo es un juego de la memoria en fuga... Aunque no puedes liberarte de ti misma para irte por ahí, sin rumbo, a donde te lleven tus pasos peregrinos... En realidad, nada ha cambiado.
Porque hoy, un día igual a los demás, es el día de la eternidad en tu minúscula existencia.
Y hay que celebrarlo sin dudas. De lo contrario, ¿de qué sirven los sueños?
Un gigante de papel sale de un relato... Hay globos por todas partes. (Alguno explota)... El merengue derramado sobre el suelo... Pitos y flautas... Happy Birthday to you!!!
(Si nos damos prisa, llegamos a ver el vecindario entero).
Los regalos están sobre la cama.
Y tú, si pudieras, romperías ahora mismo las paredes de vidrio de la urna. Y echarías a volar.
Pero no puedes.
No puedes. No obstante, hoy es un día especial y hay que celebrarlo como sea.
Haciendo trizas todo aquello que te sepa a llanto. Reconstruyendo tu suerte. Sin darte por vencida.
Y en pleno vuelo, la memoria.
Homenaje a esta confabulación del tiempo con tu día.











domingo, 3 de mayo de 2015

Filosofando: Los poetas locos (“Sí” al re-establecimiento de la comunicación humana)



Por Astarté.
León, España.

Las circunstancias de presión social en las que vivimos amenazan al entero planeta con el fin de la poesía. Luego, si hablamos de las apariencias, si por comodidad creemos que estamos a salvo con sólo tener el control del estado del tiempo atmosférico, si es así, probablemente no hallaremos de nuevo otro soneto en la canción que escuchamos al caer la lluvia. Por cierto, actualmente, también la música es otra de las consecuencias de la conciencia colectiva sometida a cuerdas mal tocadas. También ésta viene ya prefabricada y se consume enlatada como casi todo lo demás. Sin embargo, a pesar de su estridencia, no vivimos sin ella. Y hasta puede ser que esta música disonante y abreviada sea otro de los tantos background-programs usados para dominarnos; algo así como un sistema sonoro que controla  nuestra capacidad auditiva (ésta, dicho sea de paso, tarada, gracias a los altos decibelios emitidos a través de alto-parlantes que dan voces de mando, aullidos feroces, truenos discursivos...).
Es posible que el frenesí económico imperante haya roto la cadencia del ritmo en la palabra. Y que, en cierto sentido, hablemos como las lombrices, que no hablan, claro está. Solamente se arrastran, dejando, a veces, la huella de su movimiento. ¿Comunicación? Las poderosas manos que desde las alturas dominan la matrix, cubiertas con guantes de seda, nos han dado una tecnología cada vez más sofisticada. Y la tecnología está dominando nuestros bolsillos, calando en nuestros cerebros como sustancia nutriente. Y los titiriteros invisibles, hacedores de la matrix-rectora de nuestra conducta social (estos hacedores invisibles, por cierto, son los mismos que dan las predicciones del tiempo atmosférico) nos han convencido de tener la necesidad imperiosa de ser veloces como el rayo. Pues, sin velocidad, no hay tiempo. Y sin velocidad no hay mundo. Así, la velocidad está dominando por completo la potencia del verbo. Y la “inteligencia artificial”, fruto de la inteligencia que construye violines, está yéndose por encima del auto-control de nuestras emociones más simples. Así, preferimos “hablar” por whatsapp o por cualquier tipo de medio telemático. Eso es más rápido y también más “inteligente”. Y, ante todo, colma nuestra necesidad de sentirnos poderosos sobre aquellos que perecen aún en la afanosa batalla de querer aún conversar. En fin, que hablamos, pero conversamos cada día menos. Se está perdiendo la cadencia de las ondas del sonido emitidos a través del cuerpo. Se está perdiendo el contacto directo con lo más humano de nuestros sentidos. Se están posando símbolos raros en lo que antes fuera creatividad artesana. Se están perdiendo las coordenadas del carisma espiritual. Nos estamos perdiendo en la trama y la urdimbre tejidas desde las alturas para que seamos más veloces y capaces y adaptables; para que entremos a formar parte activa de eso a lo que algún hombre de las cavernas, perdido a lo largo y ancho del planeta, ha denominado “modernidad”.

Claro, siempre hay una salida. Y es que queda aún el camino de los poetas locos. Esos que agarran la música con sus manos para darle la carencia al ritmo. A fin de que no se pierda el sonido de la vieja lira. En contra de los tejedores invisibles que dominan nuestra inteligencia y nuestra alma.

martes, 3 de marzo de 2015

El dilema (fragmento).




Por Astarté.
León, España.

Igual que la elección de abrir o no un baúl de respuestas (¿sabes?, por aquello de no estar abriendo la caja de Pandora sin saberlo...), cruzo mis brazos y me apoyo en la pared de esta habitación tan íntima. Entonces, empiezan a aflorar los ¿y si esto o si aquello o si lo de más allá...?, por ejemplo: ¿Y si no me creen? ¿Y si no me entienden? ¿Y si no me aceptan? ¿Y si no me admiran? ¿Y si...?... Aunque, en cualquier caso, la pluma estaría siempre al alcance de mi mano, eso sí. Desde hace días quiero escribir lo que alguien me contó y nunca escuché en su versión más integral, tal vez, por considerarlo no del todo importante. ¡Nada!, ¡cosas de la vida! Y a Lía, personaje legendario de mis epopeyas personales, se le podría agotar el repertorio de anécdotas y de circunstancias por no ser lo suficientemente tomada en cuenta por mí, que soy su artífice... Este personaje que aguarda aún, lleno de la paciencia propia de los seres mitológicos. Aguarda en su pompa de jabón blindada, en su concha. ¿Y qué es lo que aguarda, específicamente? Pues bien, aguarda algún tipo de rescate... (¡Yo sería su salvadora, nada más y nada menos...!). Algún tipo de rescate para salir de su encierro. Pero, ¿y si luego de escribir sobre ella no me llenan de alabanzas? Y es que tengo la firme sospecha de que la gente (me incluyo en el género) necesita que se le cuenten historias de barrio, de esas espeluznantes, salidas a la luz por los poros del cotilleo y no más. Y en tal caso, mi eterno dilema, éste que refiero de abrir un baúl de respuestas, quedaría en pie. Y Lía podría perecer, prisionera de sus miedos. Y ello no me parece bien. No.

Nací un día de primavera, de esos en los que llueve muchísimo en el trópico. Un dato interesante a reportar del día de mi llegada a esta vida es que, según cuentan los que allí estaban, nací morada a causa de mi caprichoso afán, a última hora, de usar el cordón umbilical como gargantilla. En fin, que llegué del mismo modo en el que el cotilleo histórico refiere el alumbramiento de Julio César, por cesárea, bajo el filo del escalpelo en un salón de urgencias. ¿Qué habría sido de mí si los médicos no hubiesen acudido a tiempo? No lo sé. Probablemente, no estuviese ahora mismo aquí, escribiendo todo esto. O sí. Eso nadie lo sabe muy bien. Por supuesto, si tal cosa hubiese ocurrido, estaría contando otra historia que no es ésta. Pero igual da, pues el dilema continuaría latente. Y bien, aquel día; es decir, el de mi nacimiento, no me esperaban (llegué antes de tiempo, de acuerdo con la cuenta de mi madre). Desde la ventana de la habitación de la clínica solamente se veía llover a cántaros y el sol parpadeaba entre los pliegues de la cortina de agua. El aire estaba preñado de humedad y la sala repleta de gente que iba y venía, corredor arriba, corredor abajo. Todos esperando algo nuevo, como es el nacimiento de alguien nuevo.


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(Este relato continúa, por supuesto).