PALABRAS A MIS LECTORES

ALGÚN PAJARILLO ME HA CONTADO QUE EN ESTE IR Y VENIR POR EL UNIVERSO INFINITO ENTRAMOS Y SALIMOS (SIN DARNOS CUENTA DE ELLO) POR LOS POROS DE LAS SENSACIONES.

EN TAL CASO, PIDO QUE LA SATISFACCIÓN DE GOZAR LO QUE SENTIMOS NO NOS ABANDONE NUNCA Y NOS LLEVE A TOCAR UNA ESTRELLA: LA NUESTRA.




sábado, 24 de septiembre de 2016

La urna (con nota de la autora).

Este relato tiene la intención de ser la reproducción de un viaje a través del subconsciente, por tanto, un relato surrealista. Me resulta muy difícil describir los sueños y, al mismo tiempo, quedar ligada a la realidad sin confundir lo que veo, toco y pienso con aquello que imagino. Y bien, os invito a cruzar el "ojo de la aguja" de la realidad física para caer de bruces en el mundo "imago"  (o de las imágenes literarias) con el fin de rescatar a  este personaje de las fauces del miedo. Lo merece.

Rosa Marina González-Quevedo (Astarté).



Alicia en la urna, Eduardo Naranjo (1944, España)

La urna.

Por Astarté.
León, España.

El cielo estaba repleto de venas rojizas. Era uno de esos cielos extraños. Sin dudas, se avecinaba un temporal de los lindos y había llegado el momento de esconderse. En la plaza, la muchedumbre agitaba banderas de papel. Y tantas y tantas banderas impedían ver el fragmento de sol que persistía aún entre los nubarrones.
Empecé a subir la cuesta. Subía y cantaba cuando un hombre con gafas oscuras me cerró el paso. Era el teniente:

__¡Eh, tú! ¿Y dónde está tu bandera?
__La tenía en la mano hasta ahora, teniente... o en el cuello, no, no recuerdo muy bien__, murmuré.
__¡Lo siento, pero por aquí no pasas!
Una compuerta de vidrio se cerró a mis espaldas. Y de buenas a primeras y sin recibir los honores que se dan a los santos o a los muertos me vi empotrada en una rara especie de urna de cristal. Una nube de polvo se alzó en remolinos. Y a partir de ese instante, a través del vidrio pude percibir la imagen de un niño índigo (quizás un fantasma o un héroe lilipudsiano escapado de un cuento infantil) que llevaba un enorme papalote entre las manos, de esos llamados “cardenales”. Quise dar la vuelta a la redonda dentro de la urna, pero el círculo se había achicado hasta llegar a convertirse en una raya tan estrecha como el brazo del teniente.
Inmóvil como estaba logré, al menos, ponerme en cuclillas para esperar el fin de la jornada. La lluvia saltaría de las nubes y llegaría a mi mente para formar una tormenta de ideas, pensé. Y así, pasaron las horas. Y poco a poco comencé a sentir una fuerza sobre mi cabeza. Era el techo circular de la urna de cristal, el cual, en proceso de reducción, comenzaba a presionarme dulcemente el cráneo. Y digo dulcemente, sí. A veces, el peso del miedo nos sabe a miel.

***
El antiguo palacete, semidestruido y convertido en consultorio médico, había sido la lujosa mansión de un antiguo pariente. Sin embargo, a pesar de su derruido aspecto, el tiempo había dejado en pie huellas de la opulencia que dominara, otrora, en su interior. Así, bajorrelieves de escenas mitológicas donde abundaban faunos, centauros y otras figuras daban al escuálido presente algunas pinceladas de leyenda con la gloria del pasado. Por ejemplo, en la pared del vestíbulo resaltaba, a primera vista, la protuberancia de una cabeza de Gorgona manchada por el moho y el hollín. Y en un oscuro y penoso rincón, un busto de Sócrates en mármol blanco, las cuencas de sus ojos vacías, en su base se leía la siguiente inscripción: Critón, le debemos un gallo a Asclepio. Así que págaselo y no lo descuides (últimas palabras del filósofo, según Platón.  Vamos a creerle).
Tragué en seco y subí la escalera acelerando el paso hasta mi destino. En la segunda planta me esperaba un corredor estrecho y varias consultas que se amalgamaban a razón de pocos metros: PEDIATRÍA – PSICOLOGÍA – GERIATRÍA, una verdadera confusión.  La consulta del psicólogo, la última de todas, puerta “X-Y”.
Con paciencia de anacoreta encontré un hueco en el banco de espera. Me senté entre una anciana que mascullaba un cabo de tabaco y una joven madre con su bebé cagaleriento en brazos:
__¿Me haces el favor de aguantarle las piernitas? Es que tengo que cambiarle el pañal.
El pequeño daba coces de cabrito sin control. La vieja lo miraba y seguía mascullando el cabo de tabaco. Un hombrecito bajo y flaco vestido de blanco asomó la cabeza por la puerta “X-Y”:
__¡Que pase el próximo!

 La sensación del encierro no me abandonaba desde que el teniente me confundiera con uno de los abanderados, metiéndome en una especie de urna de cristal. En fin, que tras varias preguntas de rutina, la sesión de acupuntura no se hizo esperar.  El psicólogo, poseído por un cierto aire orientalista aprendido en algún seminario técnico,  me clavaba agujas detrás de las orejas y en la nuca.  Al parecer, era todo cuestión de tacto. O de energía. O de estrategias para calmar el hambre que quemaba mi estómago. Por otra parte, a través de la ventana de vidrio de la consulta “X-Y”, mientras el psicólogo me convertía en alfiletero, veía pasar a hombres y mujeres con muchas banderas en grupos de tres o cuatro. Y luego, otro grupo más numeroso... y otro... y otro. Y en la muchedumbre, como espectro, vi también pasar al chico índigo con el cardenal en la mano. El cielo era violeta con venas rojizas. Un hombre con sonrisa cínica se acercó. Me aguijoneó en la nuca y detrás de las orejas y me preguntó la hora. Era el teniente. Sus gafas oscuras escondían las cuencas vacías de sus ojos.

martes, 13 de septiembre de 2016

Breve historia a pie.



Por Astarté.
León, España.

Según el mapa, la calle termina en la próxima curva. Dejo entonces las suposiciones y cierro el coche de las circunstancias para continuar a pie. Así, sigo andando en línea recta. Llevo más de dos horas machacando adoquines con la voluntad de alcanzar esa próxima curva que no llega. Y bien, probablemente y por razones ajenas a mi voluntad, alguien ha cambiado el camino. Al menos, esto es cierto.

domingo, 29 de mayo de 2016

CONFESIONES DE ALGUIEN QUE VIVIÓ EN LA TIERRA.



Por Astarté.
León, España.

Hace mucho tiempo atrás viví en un lugar donde la gente es igual en todas partes y la verdad no existe. Tendría siete años cuando descubrí que los niños no llegaban de París, ni que los traía una cigüeña. Y lo descubrí casualmente, gracias a un libro de sexología subyacente en un viejo estante, escondido en  aquel rincón de mi hogar paterno. No podía entonces imaginar que mi  curiosidad infantil, ávida de un sustrato fértil para germinar, pero en controversia con la cara pervertida del moralismo adulto, me hiciera merecedor de un par de bofetones por tal descubrimiento.  Así, por primera vez y en aquella vida que ya quedó atrás, supe que el conocimiento se conquista a golpes de injusticia y sin piedad.

No voy a relatar el sinfín de incertidumbres que trillaron mi camino. Desde aquí, donde ahora me encuentro, siento que del otro lado las cosas siguen, más o menos, como siempre. Mi memoria, sin embargo, se prolonga. Y mis sentidos se alargan como un bucle elástico para ver, por ejemplo, destellos de luz artificial e imaginar medallas (de ésas otorgadas al valor o a la inteligencia) como chispas de luz que se encienden y apagan.  Medallas, eso es. Y siento el peso de la plastilina que termina en monumentos. (Como siempre, todos siguen queriendo monumentos y medallas). Creo también oler el humo de asadores y escuchar, balando, manadas de corderos que se dispersan en varias direcciones. Veo y siento demasiado. Y confieso que,  aunque perdí desde hace tiempo la condición humana, no pretendo (pretender ya no es mi juego) regresar a la Tierra.

Ahora estoy aquí, del otro lado, a veces de pie, a veces cabeza abajo para no olvidar que allí, en aquel lugar remoto, hay armonía (aunque no se sepa). No miento. A decir verdad, ya de nada me sirve eso de mentir. Y como no miento, confieso que, de vez en cuando, juego a perseguir a muchos de aquellos que un día conocí. Pero luego me arrepiento. Mi forma de morir nada tiene que ver con mi instinto de venganza.  Y la venganza es, al fin y al cabo, un sueño sin amanecer. Uno de tantos. Y yo estoy muy cerca de dejar atrás y para siempre las claves del absurdo. Ni en el peor de los casos  pondría manchas en mi actual expediente. Porque, ante todo, no sé cuánto espacio debo andar aún, y las medallas que gané con la razón de los comunes mortales me pesan todavía. Eso sí, no las tiraré a la nada por aquello de no olvidar lo vivido. Como dije anteriormente, tenía siete años cuando descubrí que el conocimiento se conquista a golpes de injusticia y sin piedad. Pero con amor.


sábado, 7 de mayo de 2016

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Manzanas rojas para ti.

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Manzanas rojas para ti.: Por Astaré. León, España. ¡Compra manzanas rojas y hallarás tu propio centro! , repetía. La recuerdo muy bien. Era una esta...

Manzanas rojas para ti.




Por Astaré.
León, España.


¡Compra manzanas rojas y hallarás tu propio centro!, repetía. La recuerdo muy bien. Era una estampa peregrina y hablaba siempre sola. O con el viento. O con los animales. O con Dios. ¿Quién puede asegurar que así no fuera?

Caminaba por las calles sin mirarte a los ojos e iba siempre descalza. A veces, cargaba una cesta entre sus brazos, de la cual colgaba un trozo de papel (algo así como un anuncio publicitario) con un letrero: “Estos son algunos frutos del pecado”. Y no eran, precisamente, manzanas, sino cosas que encontraba a su paso y que nosotros, “los cuerdos”, llamamos “desperdicios”. Y ella los echaba en aquella oquedad de mimbre raída por el tiempo. Y al hacerlo, decía en alta voz: Pecado es todo aquello que, por falta de amor, ponemos en desuso. En fin, un ser raro. Un ejemplar de ave cósmica que, quizás por haber perdido el rumbo, había caído de bruces en la tierra. Quiero decir, en nuestra Tierra. Ya podrás imaginar los comentarios, ¿para qué repetirlos? Luego, la encontrabas allí, a mediodía, en aquel pequeño parque de frente a la universidad. Siempre descalza, repito. Dando migas de pan a las palomas. Sus pies, negros como el hollín. Y el pelo, blanco y suelto sobre la espalda. Una mujer baja. Creo que excesivamente baja. Manzanas rojas para ti, pregonaba. Y las palomas, los perros y las hojas caídas de los árboles la seguían por doquier. Con los remolinos formados por el viento.



LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Algo ha germinado.

LOS DÍAS DE VENUS EN LA TIERRA: Algo ha germinado.: Por Astarté. León, España.  (A la memoria de mi abuela, tejedora de dulces recuerdos de mi infancia). Extasiada en la lenti...

Algo ha germinado.



Por Astarté.
León, España. 

(A la memoria de mi abuela, tejedora de dulces recuerdos de mi infancia).

Extasiada en la lentitud del tiempo vuelvo a casa. En realidad, no pensaba hacerlo. Pero, ¡en fin!, la convicción de no mirar hacia atrás, tarde o temprano, se anula ante la curiosidad de regresar para reencontrar lo que no olvido. Y una vez aquí, en la casa de mi infancia, abro los ojos. Para percatarme del sitio exacto en el que me hallo palpo las paredes, descorro las persianas. Entonces, veo el viejo árbol del patio. Sus ramas se mecen con la suave brisa del viento tropical. Y el viento es caliente. Un viento que trae consigo el aroma salobre de la costa cercana. Un viento que, a veces, se levanta en torbellinos. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, veo desplomarse, en torrente, la lluvia. Algún nubarrón se agrieta y lanza hacia abajo cántaros de agua, dejando el olor a tierra mojada y a humedad. 

Allá afuera algo estará germinando, sin lugar a dudas, pienso.

Cada tarde, de tres a cinco, mi madre sale a sus clases de inglés. Y a mí, que ni por nada me entra en la cabeza eso de dormir siestas, me sientan en el pequeño sillón de madera (construido a la medida de un niño de corta edad) para que acompañe a mi abuela en su sesión de tejido con gancho. Y claro, también para que no escape a donde el vecino... a treparme en el muro alto y húmedo donde buscan refugio las babosas. Un muro que colinda con un solar yermo, donde hay todo tipo de bichos peligrosos... (Eso me dicen, para que no vaya). Por supuesto, para mí, una hora sentada viendo tejer a mi abuela es algo así como la representación de la eternidad multiplicada por el infinito. Ella, de vez en cuando, levanta su mirada por encima de las gafas y me dedica una sonrisa. Sabe que quiero escapar. Y por eso se queda dormida... (Zzzzzz.... Zzzzzz..., parece tener un dulce sueño). Y yo no sé muy bien si su somnolencia es real. No sé si finge la buena de mi abuela. Pero lo cierto es que no aguanta tejiendo más de media hora sin cabecear. Y se duerme.

Yo la vigilo durante un par de minutos, por si acaso despierta. Me percato de que tiene el pelo plateado. Sin embargo, sus mejillas, cual frutas maduras, son rojas aún. Y expreso entre dientes un desiderátum: ¡Quiero tener para siempre a mi abuelita tejedora...! Luego, me preparo para escurrirme. Desde mi perspectiva, busco un punto de fuga hacia afuera. Me proyecto como una flecha.

Salgo al patio.

Paso junto al viejo árbol y llego al muro. No me encaramo (hoy no, será otro día). Pero atrapo un caracol.

En mi mente ha transcurrido el tiempo desde que salí del salón. Así que, poco a poco y sin que nadie me sienta, regreso. Mi paso es lento. Tan lento como el de una babosa. Y al regresar, me detengo bajo el árbol, que ahora es muy pequeño y ya no está en pie como hace tan sólo un instante. Su tronco sin ramas, corroído por las hormigas y vestido de verde por el fresco liquen, descansa extendido sobre la tierra. Y no sé por qué, pero me parece que algo ha germinado. Mis ojos infantiles no dan crédito ante el esplendor de la naturaleza. Soy demasiado joven y no logro comprender que una hora es suficiente para que todo se transforme. Todo. Hasta yo, por así decirlo.

Estupefacta, pongo el caracol en la hierba. El molusco, asustado, asoma su cabecita pegajosa a través de la abertura de la concha. Y empieza a andar, lentamente, dejando tras de sí la estría de un líquido viscoso. Yo lo observo y decido dejarlo en libertad para que viva todo y cuanto pueda yo vivir. Y entro de nuevo en el salón. Mis zapatillas, ahora mojadas por la humedad, dejan también (igual que la babosa) una estría sobre el suelo. Camino hacia mi pequeño sillón de madera y me doy cuenta de que, sin decir adiós, mi abuela se ha ido. Y que, en su lugar, como por milagro, ha quedado un mantel de fino encaje. Pero ella se ha ido. Ya no está.

Mi madre regresa de sus clases de inglés y me llama. Me dice: ¡Despierta, que es tarde! ... Afuera llueve. Y en esta ocasión, es una lluvia fina y blanca como el encaje del mantel. Una lluvia que me anuncia que todo ha cambiado. Una lluvia musical, pues silba al caer con un soplo de viento. Y yo, que apenas tengo alas para cruzar volando el jardín de mis recuerdos, sonrío convencida de que la sutil babosa está siempre allí. En el patio. Acariciando el liquen que también ha germinado. Adornando el tronco de la vida, del cual, lentamente, ha brotado una hoja muy verde.